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La visita que no viene del mundo

Con la llegada de Juan Pablo II a España se consuma hoy el quinto episodio viajero de la prolongada y profunda amistad entre el Papa y nuestra tierra. Muchas son las dimensiones y perspectivas de un Pontificado histórico y de esta visita. Voces más autorizadas que la mía las han glosado y explicado. La ejemplaridad de Juan Pablo II ha rebasado el ámbito católico hasta convertirse en paradigma de exigencia moral y de fidelidad a la vida como misión. Un anciano enfermo, con la vida gastada como deben serlo las vidas, se resiste a abandonar el timón y da un ejemplo para todos. Cuando imperan el hedonismo y la visión puramente mundana de la vida humana, el Papa conmueve porque muestra que la vida no tiene como finalidad sino el deber. La moral no consiste en otra cosa que en la fidelidad al deber que cada día trae consigo. Y el deber no es algo odioso que anule la libertad sino precisamente la expresión del ideal y de la ilusión.

También ha sido glosado el balance, aún inconcluso, de un largo y providencial Pontificado. Su contribución a la causa de la paz en el mundo, la indeclinable difusión del mensaje evangélico, la reiteración de las viejas verdades del cristianismo, la ayuda decisiva a la caída de la mentira totalitaria del imperio soviético, la fidelidad a los principios tradicionales de la moral cristiana y la defensa de la causa de los marginados y desheredados, de aquellos que entrarán en primer lugar en el Reino. Toda esta luz desvanece y minimiza algún que otro aspecto menos favorable de un Pontificado histórico.

El valor de esta quinta visita a España será, sin duda, elevado y duradero. El presidente de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Rouco Varela, la ha calificado como la palabra final del Papa a los españoles. Nuestra Nación, en tiempos bastión del catolicismo, se ha convertido hoy, a pesar de la mayoría católica, casi en tierra de misión ante el avance de la secularización y de la concepción mundana y materialista del mundo y de la vida. Mas la hoja de servicios religiosa de España apenas resiste comparación con la de cualquier otra nación. Baste mencionar la palabra promisoria de «América».

Pero con todo lo anterior, apenas se ha rozado, a mi juicio, lo esencial. El mensaje del que es depositario y testigo Juan Pablo II no es otro que el de la salvación y la inmortalidad abiertas a todos los hombres. Sin esto, todo lo anterior sólo tiene un valor secundario. El más genuino mensaje del Papa, si no me equivoco, es que Cristo ha resucitado y con este hecho, extraño e incomprensible salvo para la sabiduría de la fe, resulta allanado el camino para la salvación y la victoria sobre la muerte. El mensaje cristiano no puede reducirse a una mera moral, y menos aún a una política. No libera sólo a los oprimidos sino a todos los hombres. No es un falso consuelo sino un consuelo genuino. Es una promesa, incierta para la razón y esperada por la fe, de triunfo sobre la muerte. Por eso nada hay en el cristianismo de resentimiento contra la vida y sí todo de afirmación de la vida. El resentimiento habita en otros lugares. El apóstol Pablo lo expresó de manera indeleble al decir que si sólo en esta vida esperamos en Cristo somos los más miserables de los hombres. Ésta es la razón de que fracasen todos los intentos de entender al catolicismo y a sus Pontífices desde una perspectiva puramente mundana. La visita que hoy llega a España no procede del mundo sino de allí donde habitan su fundamento y su sentido. Y, con ellos, nuestra esperanza en una vida perfecta y eterna.

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