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Tiempos viejos e historias nuevas
Ni por un instante se le podría ocurrir a uno meterse en camisas de once o más varas, ni en discusiones acerca de la historia y de lo histórico, que, desde el señor Hegel y luego los camaradas hegelianos, se tornaron transcendentales y numénicas, y de las que siempre se sale con la cabeza molida a dialéctica como poco, pero, bien pensado, a lo mejor sí que se podría hacer una modesta proposición de humildes consumidores de historia que se gastan sus dineros en una historia y se encuentran, cuando no con proclamas políticas, con meras fantasías. Es una queja ya muy normal en esta clase de lectores.
Obviamente, el lector comprueba que se trata de agitación y propaganda o de fantasías, por el estilo apodíptico que en esos libros predomina. Por lo pronto, todo lo que uno creía saber por otros estudios, y hasta por propia experiencia -porque las historias ahora se hacen hasta de anteayer por la tarde - queda reducido a cenizas, pero no porque se aleguen nuevas investigaciones y documentos, que sería lo suyo, y que hasta le harían dudar a uno de su propia experiencia y comenzar a revisarla, sino que las afirmaciones se dan como argumentos, los montajes de presunción o de doctrina como hechos, y documentos no hacen falta; funciona lo que don Ramón Carande llamaba escribir la historia bajo la palabra de honor, o peor aún, con dogmática ideológica.
Afirmaciones rotundas, comentarios, ideología, ataques y defensas, componen la sustancia del estilo que digo, rematado con la otra afirmación general de que lo que se dice es lo que se ha establecido científicamente por los historiadores que hacen historia más científica o seria, con lo que se introducen unas curiosas categorías de historia como ocurría con el café en los tiempos recios, aunque todo el mundo estaba al cabo de la calle en que o era café o no era café. Y parecería igual de claro que algo es historia, o no es historia, y que la variedad de las otras categorías no tiene el mínimo sentido.
Realmente, los historiadores serios y científicos suelen declararse como tales, si no en una faja de su libro o en el prólogo, sí luego en las páginas del mismo en las que descalifican a todos los demás: pero, puestos a ello, sin duda que sería muy interesante explicar, a la vez, desde qué lado se miran las cosas. Siquiera con la mínima honestidad de aquellas viejas Historias que escritas por un español se titulaban, por ejemplo, Historia de la Guerra de la Independencia Española, y, escritas por un francés sobre el mismo asunto, Historia de la campaña del Emperador Bonaparte en España. Es algo perfectamente honesto, y todo el mundo sabe que, sin duda, sus historias se complementarán y corregirán mutuamente.
Pero no es a este asunto al que me refiero, ni tampoco al viejo hecho de que la escritura de la historia ha estado siempre más o menos sometida a ser embutida como una salchicha política, sino a que la salchichería de la historia científica aleja con su mismo adjetivo la idea de que lo que vende sean salchichas, y afirma que garantiza el único producto serio y digno, con lo que los historiadores de siempre no pueden competir lógicamente, porque su producto queda devaluado de antemano. Y esto porque se muestran dispuestos a reconocer que investigaciones ulteriores a sus propios estudios han llegado a conclusiones más acertadas e incluso han devaluado las suyas, porque así deben ser las cosas, y lo que importa es acercarse a lo que es la verdad de los hechos; y porque mantienen el principio de que la actitud ante lo sucedido no es ni reír ni llorar, sino tratar de comprender, según la segura fórmula de Spinoza. Es decir, ni un juicio.
Pero el caso es que la gratuidad del saber, y el saber por saber, es ya una antigualla, y la historia que no es útil no interesa para nada, de manera que se pueden narrar los hechos sesgándolos como convenga, o hasta ocultarlos, o incluso negarlos o constituirlos. En las salchicherías políticas y anexos, esto es normal. Los camaradas incluso dejaban huella de estas omnímodas decisiones de señores de la historia, y, si se hojean las distintas ediciones de su famosa Enciclopedia, puede comprobarse que los héroes de un tiempo son los traidores del siguiente, y que su fotografía de héroes junto al Gran Héroe continúa reproduciéndose, pero ya sin los héroes, ahora traidores. Lo que ha sido no ha sido, y en paz. ¿Y qué puede decir ante todo esto el pobre historiador normal y no científico, que con frecuencia no se atreve a asegurar, que se queja de falta de documentos, o de la imposibilidad de verificación de los mismos, y que no deja de anotar y matizar sus propias afirmaciones, en cuanto ve la más pequeña señal de que pueden ser frágiles?
En 1787, apenas llegado a Francia, don Leandro Fernández de Moratín escribe desde Montpelier, a su amigo don Juan Forner, sobre la Historia de España de Duchesne, que había traducido el padre Isla, y a la que había puesto unas notas más bien chuscas, como chusco y ligero era el ingenio de éste. En ellas, decía que Tubal hablaba en vasco, que tenían una importancia decisiva los escudos que había en las casas del pueblo leonés de Valderas que don Leandro no encontraba siquiera en los mapas que tenía; que el Rey leonés, Fernando el Grande, había hecho una fundación para que se fabricaran zapatos a los monaguillos leoneses, y que el rey de Francia se había puesto al frente de un ejército de treinta mil alguaciles, y cosas por el estilo, que a Moratín le sacaban de quicio, aunque a mí me hacen feliz.
Los despropósitos y los surrealismos en este plano histórico, especialmente por lo que respecta a España, creo yo que hace ya tiempo que han pasado del negro al alegre tecnicolor más vivo. Los españoles que en el XIX recogían toda serie de tenazas, cadenas, planchas de hierro y cosas similares, y las llevaban a una bodega lóbrega y sin utilización de muchos años, diciéndoles a los viajeros románticos que aquella era un calabozo inquisitorial, y los hierros instrumentos de tortura, ya se tomaban a broma, sobre todo, las ignorancias de quien no quiere saber.
En cierta ocasión me preguntó un amistoso y cándido foráneo si era cierto que en mi niñez y adolescencia no había libros porque estaban todos prohibidos, y, desde luego, que, dada la pasión romántica que leía en sus ojos, se dudaba en desengañarle mostrándoselos, en vez de satisfacer ese ensueño, y pintarle a la Guardia Civil en persecución de ellos como de los bandoleros de Sierra Morena. Casi era una heroicidad, verdaderamente, ceder a las exigencias de la realidad, y así no es extraño que la anterior carta de Moratín concluyera preguntando, quién sería el majo que iba a atreverse a escribir otra Historia de España para ponerla junto a la de Duchesne. Y argumentaba: Pocos le agradecerán al autor las verdades que enseña, tendrá por enemigos a cuantos viven de imposturas, el Gobierno le dejará abandonado en manos de ignorante canalla.
Pero cosas eran éstas de tiempos de Moratín y Goya, creía yo...
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