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Nación y religión vascas

Después de un siglo de ideologías, por lo que sigue luchando y matándose la gente es por la nación y por la religión. Entendámonos: por una concepción exasperada del nacionalismo y por la radicalización de determinadas ideas religiosas. A mí me hace gracia cuando los denominados «nuevos» teólogos nos hacen propuestas similares a las que Lutero formuló hace casi medio milenio y nos las pretenden vender como actuales, olvidando que merced a esa reforma luterana -un auténtico hachazo en las piernas de la Iglesia católica- surgieron las iglesias nacionales y las diversas facciones desgajadas del catolicismo que todavía hoy perviven, caldo de cultivo de algunos radicalismos. ¿Se imaginan ustedes lo que habría ocurrido en España si Carlos V hubiese cedido al empuje de la reforma protestante? ¿Existiría hoy esa realidad histórica llamada España, cuyo gran fruto moderno es la España de las libertades? ¿Qué pasaría ahora en el País Vasco si la representación de la Iglesia católica no residiese en la Conferencia Episcopal Española o, en última instancia, en el Vaticano, sino en los quinientos clérigos de la «carta al Papa» capitaneados por un hipotético jefe de la iglesia vasca?

Creo que es más eficaz tender la mano que dar un portazo, razonar que insultar, pensar que actuar por impulsos. (Reconozco que a veces a mí también me cuesta). Y soy de la opinión de que aún queda algo de cuerda para no romper definitivamente con los nacionalistas vascos mientras ellos no se coloquen en una posición como la que tuvo el IRA durante decenios en Irlanda del Norte. Afortunadamente, obispos como Setién y algún que otro catalán de la misma madera no han roto -ni parece que lo vayan a hacer nunca- con la Iglesia de Roma; y aunque se opongan frontal o lateralmente a algunos documentos emanados de los órganos de esa Iglesia -la contundente «Instrucción pastoral» sobre el terrorismo en España, por ejemplo-, todavía quedan argumentos para entenderse, pues si bien resultan descorazonadoras esas palabras de Setién: «El silencio ante el terrorismo no significa siempre y necesariamente un modo de aceptación del mismo», en cambio parece positiva la afirmación vertida en su último libro, «De la ética y el nacionalismo»: «Es cierto que no se puede ser neutral ante el terrorismo».

Nación y religión. Parece un cóctel explosivo cuando se combina equivocadamente. Hace unos días, varios escritores de indiscutible valor literario lanzaron un manifiesto al mundo recordando que en un rincón de España ¡no había libertad!, algo increíble. Gracias a quienes se juegan el pellejo diariamente, entre ellos alguno de esos escritores, y gracias, también, a la «catolicidad» de una Iglesia que no es de Apolo ni de Juan ni de Pedro, aún se puede respirar algo de aire libre en Euskadi. Juan Pablo II dijo el otro día en Madrid: «La espiral de la violencia, el terrorismo y la guerra provocan, todavía en nuestros días, odio y muerte». Y advertía a los jóvenes congregados en Cuatro Vientos: «Manteneos lejos de toda forma de nacionalismo exasperado, de racismo y de intolerancia». Todos confiamos, todavía, en que Setién y sus quinientos curas acepten esa contundente admonición papal.

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