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El trazo papal
Ha corrido días pasados por España un trazo de blancura. El paso del Obispo de Roma ha dejado la estela blanca de su ropa talar y ha transmitido un mensaje que además de religioso pretende ser moral, con una intención de universalidad, de catolicidad, que en cierto modo, en cuanto a este buscado fin, lo aproxima a los veneros más profundos de la sabiduría y los hábitos culturales del mundo grecolatino, en el que San Agustín y Santo Tomás injertaron con vigor la teología cristiana.
Desde un punto de vista puramente humano, cabe decir que siendo cierto que la Iglesia Católica ha vivido una historia en la que la mundanidad y la impureza han enseñoreado muchas de sus obras y actitudes, de modo que, situados en esta perspectiva, se le pueden adjudicar con razón objetiva algunos de los adjetivos con que se califica a los períodos más ominosos en la convivencia política de los hombres, sin embargo dos hechos le son con toda evidencia favorables en el transcurso de los siglos.
El primero, que contra todo pronóstico razonable, a la vista del escándalo de vida de una gran parte de los Papas y del clero medieval y renacentista, cuando la Iglesia se rompe con la Reforma protestante la mayor parte de la Cristiandad sigue sintiéndose cercana a Pedro y por eso permanece fiel a su sucesor, al que se consideraba que le sucedía en el poder de las llaves del Reino y que era cabeza visible de la promesa divina de que contra la Iglesia no prevalecerían las puertas del infierno.
El segundo hecho, definidor de la dignidad más íntima de la Iglesia, es el de que incluso en sus momentos de mayor hedonismo y aberración ética, nunca olvidó que el mensaje de su Fundador había sido muy especialmente dirigido a los más débiles de la historia, a los más indefensos y humildes, a las mujeres, a los niños, a los pobres y a los enfermos, para todos los que tuvo Jesús palabras de amor y predilección, el mismo Jesús que con frecuencia dirigió su mirada hacia el más asombrado, hacia el que menos creía merecerlo, como cuando al entrar en Jericó miró al chaparro Zaqueo, que debido a su baja estatura se había encarnado a un árbol para verlo:
-Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa.
Este fondo de santificación del débil, del perdedor de la historia humana, vigorosamente enraizado en la Iglesia, es el que explica de siempre, antes y ahora, que allí donde se encuentre la hez más mísera de la tierra, donde se halle un ser humano al que no le reste más quehacer que rascarse con una teja las pústulas físicas y del alma, no será extraño que quien trate de aliviarlo sea un hombre abnegado de la misma Iglesia que tiene en El Vaticano la más espléndida sede de poder del mundo, pero que asumirá que el pobre al que asiste es una forma de presencia del mismo Cristo, cuyo Vicario en la tierra es el Papa de Roma.
La poderosa maza de la voz papal, acogida a una historia sacra de veinte siglos, retumbó en la conciencia de mi amigo El Furriel, cuando condenó recia el proyecto de guerra de Irak. A mi amigo le llamamos El Furriel porque en sus tiempos de mili fue cabo furriel. Recuerda con gratitud aquel período y a veces nos habla de él con ademán napoleónico.
Como Zaqueo, es chaparro, pero su similitud no va más allá, porque a diferencia de Zaqueo, mi amigo es vano, la vanidad es su pecado capital. Por eso cuando habla entuba la voz y alza la testa cuadrada, para parecer grave de presencia y agudo de mente.
Su alma vana contamina de narcisismo a sus ordinarias prácticas sociales: adula con impudicia e insano goce al superior que cree que puede nutrir sus ansias de destacar y ser visto y no presta ni la mirada a quien piensa que nada puede darle, al que ni siquiera hará la cortesía de responder a su llamada, aunque parezca que es de angustia o apuro, salvo que, como el fariseo del Evangelio, pueda hacer exhibición pública de su deferencia. En esto es sepulcro blanqueado
A pesar de todo, mi amigo no es mala gente, solo alguien que padece alferecía de vanidad. Él, que ama a España y guarda un profundo sentido de adhesión al Ejército al que sirvió en la mili, se ha preguntado sobre la guerra condenada por el Papa.
Lo primero que ha sometido a interrogación ha sido la actitud de los políticos. A su entender, no han dejado mal a nuestro país. Los unos, porque su soledad les ha prestado a la postre un indudable aire de grandeza en una baza de alta escuela. Los otros, porque han sabido expresar un sentimiento profundo de la sociedad española.
Como hecho político, cree que el final de la guerra ha dejado a España en mejor situación que si hubiera adoptado otra postura. Esto le parece evidente y su alma vana no escarbará más en este juicio. Para él, estar en el escenario -y España ahora lo está- es la vida misma. Piensa que menos mal que no nos tocó el papel no muy airoso del rey Picrochole, que de momento se han adjudicado los franceses. Al fin y al cabo Picrochole es una creación francesa, de Rabelais, que lo saca en el Gargantúa.
Piensa después en el Ejército. Como he dicho, mi amigo tiene de él un afectuoso recuerdo y por eso se duele de que el ambiente general no sea sensible a las virtudes castrenses. En sus tertulias en la barra, con sus amigos de siempre, trata de defenderlo, de afirmar su presencia en la sociedad, pero no encuentra acogida y como no es muy ingenioso a la hora de discurrir, se arruga por temor a quedar mal y acaba refugiándose en el argumento de lo bien que limpió el chapapote. Le parece un argumento pobre, incluso poco digno, pero no se le ocurre otro mejor.
Su gran problema fue el moral, el derivado de la condena papal. Él es católico devoto, a veces sus amigos se chancean llamándole meapilas y se ríen de su delectación cuando una vez tuvo la oportunidad de besar una mano cardenalicia. Por eso el peso moral de apoyar la guerra llegó a hacérsele duro, casi insoportable. Le parecía que hacer frente a la autoridad moral del Papa, diciendo que su opinión en este punto no le vinculaba, era poco decir. Era un poco una contestación elusiva, como la de Caín a Yavé:
-¿Soy acaso el guardián de mi hermano?
Creía que era insuficiente una respuesta jurídica -la opinión del Papa no me vincula- a una cuestión moral. Él entendía que el Papa había querido proteger al Abel, al Abel de turno, obviamente el pueblo iraquí, y que por eso la respuesta debía de haber sido también de un mayor contenido ético. Quizás en este caso el problema moral no estaba en Abel, la víctima, sino en señalar quien era el verdadero Caín. Los pronósticos anunciaban que iba a haber millones de refugiados y cientos de miles de muertos. Era muy difícil asumirlo, estando moralmente advertido, aunque sin duda el juicio de la no vinculación era política y constitucionalmente irreprochable.
Las cosas, después, no fueron tan dramáticas, pero entonces la duda le había generado noches de insomnio, no conseguía abarcar la complejidad del caso, eso hería su vanidad, no era bastante inteligente. Había sentido el temor del pecado.
Pasados unos días, recordó con aproximación algo que había leído en Georges Bernanos, el pequeño niño que fuimos será el primero en entrar en la Casa del Padre.
La idea le tranquilizó y aquella noche, nada más acostarse, se durmió sereno. Pero no soñó coros de ángeles. Vano hasta el final, prefirió obsequiarse con el sueño de que bailaba el tango La Comparsita con autoridad y maestría, ciñendo a una espectacular porteña de lacia melena azabache, apretada dentro de una falda tubo rajada hasta las cachas, como en la película de Carlos Saura...
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