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El mando político

El mando y la obediencia no son conceptos puramente políticos sino sociales, puesto que se encuentran en todas las relaciones sociales. Su especificidad en el ámbito político consiste en que la relación dialéctica entre uno y otra determina el orden político, que constituye el fin inmediato de la actividad política y de lo Político, al establecer las relaciones jerárquicas que cohesionan políticamente a un grupo. Pero en el binomio tiene la primacía el mando político en tanto que el poder al que se obedece es también de origen social y presupone la existencia de aquél. El arte de la política consiste así en gran medida en hacer que las relaciones entre el mando y la obediencia, posibles gracias al poder de que dispone el mando, no distorsionen la realidad social; es decir, que sean equilibradas, no excesivas ni escasas, lo que depende mucho de las circunstancias. Una vez afirmado el mando, sus funciones principales son, además de dar seguridad, las de prever el futuro y calcular las consecuencias de sus actos.

El mando se relaciona con la voluntad: surge cuando alguien, haciéndose eco del deseo de unidad y cohesión de un grupo, hace valer a tal efecto su voluntad procediendo a ordenarlo jerárquicamente. Esto sucede en grado eminente si se trata del mando político, cuya voluntad unificadora se impone asimismo a los, al menos en principio, discrepantes. Por eso, todos los regímenes comienzan por un acto de fuerza fundante producido por la voluntad de alguien, de una persona; pues la decisión política, a diferencia por ejemplo de la burocrática, es siempre, en última instancia, personal, de ahí la enorme responsabilidad del político. La fundación de los regímenes políticos es un tema olvidado, rehuido por el humanitarismo pacifista que caracteriza al pensamiento político contemporáneo lastrado por el contractualismo. Pero no sólo es capital, sino que aclara muchas cosas, por ejemplo, las llamadas transiciones políticas. Cosa distinta es que, una vez establecido el régimen, el orden político, por el hecho de su continuidad, cree la apariencia de que el mando no es personal, sino una institución, impresión que desaparece en casos extremos, las situaciones excepcionales, en los que se percibe que todo depende de las personas o de una sola.

Siendo un objeto principal de las constituciones el de despersonalizar el mando, esa apariencia ilusoria se da sobre todo en las democracias. Por eso, la forma de gobierno democrática tiene la peculiaridad de atribuirle al mando político un carácter moral, haciendo de aquélla un régimen que propende a considerar que la ética forma parte de la esencia de lo Político.

Precisamente por esto observó J. Freund que una de las dificultades más graves de la democracia consiste en la tendencia a acentuar el aspecto moral en detrimento del estrictamente político. Lo que lleva a perder de vista que la democracia es la forma de gobierno de un régimen político, no una forma de vida ética, que es un medio y no un fin. Es éste uno de los grandes equívocos contemporáneos: legitima la movilización total que pervierte gravemente a la democracia, al conllevar la atribución a la condición de ciudadano de una connotación moral que prevalece sobre la política. Mas la ciudadanía no es una cualidad absoluta inherente a la persona, sino sólo una libertad política que cabe ejercer voluntariamente como derecho o no.

Es falso, pues, atribuir el mando a una supuesta voluntad general o voluntad popular, aunque se ejerza por medio de representantes: el mando, la capacidad de hacer hacer, el hacer que otros hagan, es siempre individual y, por ende, por muy legitimado, limitado y controlado que esté, siempre tendrá algo de arbitrario e inspirará cierto temor, cuyo grado depende de la confianza que depositen en quien manda los que tienen que obedecer. De ahí que la ética propia del político sea la de la responsabilidad, no la de la convicción, y que la del ciudadano implique el desconfiar del político, del que manda, lo que incluye sin más el derecho a desobedecer.

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