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¿Por qué no aludir a las raíces cristianas en la Constitución Europea?

Estos días se ha avivado un debate que desde hace meses está presente en los medios de comunicación, en las instancias académicas y, supongo, en las instituciones que gobiernan o aspiran a gobernar Europa. Se trata de la tan traída y llevada mención de las raíces cristianas de Europa en la Constitución que la Convención que preside el señor Giscard dEstaing está redactando.

Desde que se inició esta tarea, y aun antes, distintas iglesias cristianas han abogado por que dicha Constitución reconozca la importancia decisiva que, entre otros factores también importantes, ha tenido el cristianismo en la construcción histórica de Europa. Diferentes filtraciones, que periódicamente nutrían los debates, parecían apuntar a que dicha mención no iba a encontrar un lugar en la redacción del texto definitivo, pese a que importantes personalidades apoyaban su inclusión. El antecedente de lo ocurrido con la Carta de Derechos de la Unión Europea (2000) no invitaba al optimismo, por cuanto que dicho documento, todavía pendiente de que se le reconozca auténtico valor jurídico, conoció una polémica semejante a la actual, y el resultado fue que, en el texto final, el Preámbulo sólo hizo la siguiente alusión: «Consciente de su patrimonio espiritual y moral, la Unión está fundada sobre los principios indivisibles y universales de dignidad de hombres y mujeres, libertad, igualdad y solidaridad; reposa en el principio de democracia y el Estado de Derecho». La referencia al «patrimonio espiritual y moral», en lugar de una mención, siquiera general, al patrimonio religioso común, fue un triunfo de la inflexible Francia, nada dispuesta a ceder en su tradicional laicismo a ultranza.

El borrador que se ha dado a conocer de algunas partes de la futura Constitución europea parece apuntar a una repetición de la historia. En su preámbulo provisional, la referencia al patrimonio religioso común es preciso buscarla en el siguiente párrafo: «Inspirándose en las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa, que, alimentadas inicialmente por las civilizaciones griega y romana, marcadas por el impulso espiritual que la ha venido alentando y sigue presente en su patrimonio, y más tarde por las corrientes filosóficas de la Ilustración, han implantado en la vida de la sociedad su visión del valor primordial de la persona y de sus derechos inviolables e inalienables, así como del respeto del derecho». Como puede leerse, y de ahí han partido diversas críticas, el patrimonio cultural común al que se alude da un olímpico salto de la herencia greco-romana hasta la Ilustración, y entre medias queda un vago «impulso espiritual» en que se supone que quedarían incluidas la libertad religiosa decretada por Constantino, la expansión monástica, el Sacro Imperio, la Cristiandad y las cruzadas, la tarea misionera en América, la Reforma protestante y el Barroco, por mencionar algunos lastimosos olvidos. El cristianismo sin ponerle apellidos no debe de haber significado mucho en la historia de Europa, aunque sea posible rastrear su profunda influencia incluso en los propios lemas de la Revolución Francesa. No se trata de hacer un balance positivo, sino, al menos, de reconocer la historia común, ineludible tarea cuando se hacen proyectos de futuro.

Pero, claro, queda la cuestión de si mencionar el patrimonio religioso judeo-cristiano común en la Constitución europea tiene alguna utilidad para Europa. O si se trata tan solo de responder a un arrebato de vanidad de las iglesias, que se sienten desplazadas por una secularización que aún no han asumido y no se resignan a quedar postergadas en la sociedad actual, buscando el consuelo de que se las mencione en un documento trascendente.

En mi opinión se trata de mucho más que de un deseo de perdurar en los papeles fundacionales de la Europa unida.

Si esa fuese la pretensión, resultaría mezquina, a la vez que risible. Ni siquiera desde el anticlericalismo exacerbado puede ser plausible tal explicación. Lo cierto es que la corriente laicista que atraviesa la sociedad occidental muy señaladamente la europea desde los tiempos ilustrados algunas menciones sirven para darnos pistas, si bien en la práctica sólo tiene como paladín la encastillada postura francesa, encuentra acérrimos defensores en diversos sectores académicos e intelectuales, menos numerosos que ruidosos. Desde ellos se proclaman con voz altisonante los derechos de la persona, no dudo que con convencimiento. Pero su visión de los derechos humanos tiene un rancio matiz liberal-decimonónico, pues los basan en una consideración absolutamente individualista de la persona y, por ende, de los derechos que le son reconocidos. Tal corriente laicista no desea en la sociedad instancias que rivalicen con el Estado, y por ello sus principales enemigos son las iglesias, confesiones o grupos religiosos institucionalizados. Las iglesias proporcionan a los individuos adeptos a ellas una serie de dogmas y normas morales, a la vez que una guía pastoral en multitud de cuestiones cotidianas que las corrientes laicistas no pueden aceptar. Están dispuestos estos abogados de lo laico a reconocer que la persona tiene libertad religiosa en lo hondo de su conciencia, pero no a que unas creencias comunes unan a los hombres en estructuras que tienen presencia e influencia permanentes en la sociedad civil.

Es cierto que el mundo occidental está claramente secularizado. Pero el reconocimiento de la libertad religiosa, tanto a nivel individual como colectivo, no es una amenaza para la sociedad, sino que supone una exigencia de la sociedad misma si es que quiere decirse construida sobre el respeto de los derechos fundamentales. Eludir la mención de las iglesias o grupos religiosos, presentes a lo largo de toda la historia europea, en la Constitución de la futura Europa unida, tiene como finalidad inconfesa quitar a las ciudadanos esos referentes doctrinales y morales con que los aprovisionan las confesiones en las que se integran en tanto creyentes. Porque un creyente en solitario está prácticamente indefenso ante el proyectado triunfo del laicismo en Europa, cuyo objetivo es que la sociedad olvide poco a poco lo que es la religión, y esta deje de tener peso en las decisiones del día a día.

Al margen del ataque por el flanco que esta maniobra implica para el derecho de libertad religiosa, queda por contestar otra pregunta: ¿cómo se enfrentará una sociedad sin referentes doctrinales y morales, y que ha cerrado los ojos a su historia, a los contingentes humanos que, cargados de una religiosidad efervescente, esperan a las puertas de Europa?

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