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Cristianismo, Islam y Civilización
Últimamente, a impulsos de la desgraciada actualidad, se ha escrito y hablado mucho sobre el conflicto entre civilizaciones y sobre el conflicto religioso que, inevitablemente, subyace al anterior. Francisco Umbral, con la brillantez literaria (que muestra siempre) y la falta de rigor intelectual (que muestra cuando trata temas sociales y filosóficos) ha expresado una idea que está en la cabeza de muchos: no estamos ante una guerra de civilizaciones, de religiones, sino ante la pugna entre la religión, que supone un estadio anterior y en parte superado por la humanidad, y la sociedad secularizada occidental, situada en un estadio científico y posreligioso. Una lucha entre el Medievo y la Modernidad. Esta idea, a pesar de su aparente brillantez, desempolva la vieja distinción del Positivismo de Comte de los tres estadios de la Humanidad, que es pura arqueología filosófica. Aparte de ello, esconde una trampa dialéctica: la afirmación de que todas las religiones son iguales y que la diferencia estriba en que se encuentran en distintos momentos históricos. El Islam es el Cristianismo, pero situado en la Edad Media. El Cristianismo es el Islam diluido en la modernidad laica del siglo XXI. Esto me parece una falacia. Las líneas que siguen pretenden, si no refutarla, por lo menos matizarla.
Tres son las grandes religiones monoteístas, las llamadas religiones del libro: Judaísmo, Islam y Cristianismo. Aunque tengan evidentes elementos comunes, fruto de una larga tradición cultural en parte compartida, hay una diferencia radical del Cristianismo frente a los otros dos. Islam y Judaísmo son religiones que suponen, además de un corpus de creencias religiosas, de ritos y preceptos, una forma de civilización, de organización social; la religión tiene en ellas la función de organizar todos los aspectos de la vida: el Estado, la política, la vida familiar, la cultura. El Islam pretende crear un modelo de civilización que, aunque está extendido por todo el mundo, es inseparable de sus raíces árabes. Algo similar ocurre con el Judaísmo. Hay, sin embargo, una diferencia clara: el Islam es proselitista, tiende a expandirse, a convertir a los infieles y su expansión (espectacular en sus principios; desde el siglo VII al VIII se extiende desde la Península Ibérica al norte de la India) ha estado históricamente (no digo que exclusivamente) vinculada con la guerra. No así el Judaísmo, que es una religión que, por decirlo de alguna manera, mira hacia dentro, sirve de seña de identidad, de elemento de cohesión a una comunidad que ha tenido y tiene- enormes dificultades para desarrollarse e incluso para sobrevivir. Hay muchos judaístas "sin fe" propiamente religiosa (como, en el campo católico, el caso de Stefan George, que se consideraba un católico solo cultural), pero que no pueden prescindir de su religión, porque ella es el cordón umbilical que les une a su comunidad. Por otra parte, el mundo judío ha sabido mejor que el islámico adaptarse a las pautas del desarrollo social y económico y a las tendencias secularizadoras de la sociedad moderna. El Cristianismo, en cambio, no plantea un modelo determinado de Estado u orden social. Hay, desde sus orígenes históricos, un intento de separación de los orbes político y religioso. El rabí del judaísmo era a un tiempo gobernante y sacerdote; y el Gran Templo de Jerusalén era el gran centro cívico y religioso (y económico) de los judíos; como hoy hay líderes religiosos que gobiernan algunos países islámicos por encima de las autoridades civiles, confundiendo en un cuerpo prácticamente único los preceptos religiosos y las normas jurídicas. En el Cristianismo se da una clara distinción de estos ámbitos. La historia de la Iglesia es, de alguna manera, la larga lucha por su independencia del poder civil, el complejo y dialéctico enfrentamiento entre trono y altar, que recorre la historia de Occidente y que es uno de los rasgos que identifican nuestra civilización. Tomemos cualquier momento de nuestros 2000 últimos años y se verá en él, latente o evidente, la lucha que no cesa entre un orbe religioso, que tiende naturalmente a expandirse en todos los ámbitos de la sociedad, y un orbe político, que tiene la pretensión de abarcar a todos los demás. En este contexto de conflicto permanente entre lo temporal y lo sacro hay que situar fenómenos tan contrarios como la Inquisición, las grandes persecuciones religiosas, las luchas de religión que asolaron Europa durante casi un siglo.
Y lo que se dice de la religión frente al Estado, podría decirse de la religión frente a la Cultura, al Arte, a la Ciencia. Cada una de estas actividades funciona según sus normas, con (es un termino del Concilio Vaticano II) la "autonomía de lo temporal" que el Cristianismo reconoce a toda actividad humana creadora. Es por ello que las tendencias secularizadoras que comienzan a plasmarse con más fuerza desde la Ilustración, y que provocan el Estado laico y democrático, son, de alguna manera, fuerzas que provienen del mismo Cristianismo. Cuando la Revolución Francesa se hace al famoso grito de ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!, no se hace otra cosa que recordar viejas ideas cristianas en un tono más altisonante y secular. Por ello Chesterton decía que la Revolución Francesa aparentemente tan anticristiana, que supuso una de las persecuciones religiosas más sangrientas de la historia- se hizo en nombre de "los principios cristianos que se han vuelto locos". No es casualidad que los países de democracia sólida sean, en su mayoría, de tradición cristiana. De hecho, la democracia y sus valores, son impensables sin esta autonomía de las actividades humanas con respecto a la religión, que conduce a la libertad religiosa (otro concepto de origen cristiano); como es impensable el desarrollo técnico-científica, la "revolución industrial" (de origen burgués y cristiano, sobre todo protestante) que, desde el siglo XVIII, cambiará radicalmente las condiciones de vida de una parte de la humanidad. El Islam, por su lado, ha tenido y tiene enormes dificultades para adaptarse a la democracia y a los valores de lo que conocemos como Modernidad. Se han hecho algunos intentos en este sentido. Esa mezcla de socialismo y nacionalismo que se produce en la época de la descolonización tras la II Guerra Mundial (partido Baas en Irán, Nasser en Egipto) no ha logrado el objetivo esperado: la modernización y el desarrollo económico sin renunciar a las raíces culturales y religiosas, sin copiar los modelos culturales occidentales. Algunos, en la línea del discurso autoexculpatorio tan usual en los intelectuales occidentales, buscarán la causa de esto fuera los demás, el Occidente opresor, el colonialismo-; cuando la causa está dentro: en su misma naturaleza totalizadora, en su dificultad para distinguir los ámbitos de lo religioso y lo profano y de dar autonomía a cada ámbito según sus normas propias.
Por lo tanto, desde el más escrupuloso respeto a las creencias de todos los hombres de buena voluntad, hay que concluir que diálogo, sí; mano tendida, siempre. Pero para entendernos, para colaborar, tenemos que empezar por tener claras nuestras diferencias.
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