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La relación filosofía-fe y la interpretación del lenguaje religioso
Paul Ricoeur ofrece unos puntos clave para la razonabilidad de la fe cristiana. Aquí presentamos dos. El primero es una concepción de la relación entre razón (filosofía) y fe; el segundo es una interpretación del lenguaje religioso.
1. Filosofía (razón) y fe
Ricoeur ha contribuido a mostrar que nuestro pensamiento no puede empezar de cero en la búsqueda de la verdad. No hay ningún tipo de virginidad cosmovisional ni ningún objetivo. Antes de la reflexión propiamente dicha, basada en la razón, está la persona concreta que piensa y opta espontáneamente. Antes de la filosofía, está la vida.
Ricoeur llama prereflexivo o nivel de la reflexión primera a este plan de vida. Es el nivel de la persona completa, que da sentido y reconoce valores, se hace ella misma a través de sus actos y se expresa en plenitud. Éste es el sitio de la fe (y de toda otra creencia).
El prereflexivo tiene primacía sobre otro nivel de la persona, el plan de la reflexión segunda, al cual pertenece la filosofía. No es que la vida no sea reflexiva (el prereflexivo tiene en germen la reflexión segunda y es la raíz), pero la razón, con la reflexión propiamente dicha, reanuda la vida y la ilumina.
Entonces, la razón (la filosofía) no puede considerarse el punto de partida radical. Por lo tanto, hay que renunciar a la pretensión de un pensamiento sin presupuestos. Detrás de cada teoría, hay una creencia y una opción previas. Por otra parte, un pensador "objetivo" no comprendería nada, porqué no le estimularía ni le preocuparía ningún problema. Ricoeur valora el papel positivo del presupuesto: no es un obstáculo para la razón, sino que hace posible la reflexión.
Esto no quiere decir que la reflexión segunda sólo tenga que ratificar y justificar aquello vivido. Al contrario, tiene que juzgarlo y orientarlo, ejerciendo una función crítica. La filosofía empieza como método, tiene que fundamentar aquello predado, mostrando la razonabilidad. En la condición que el plan de la vida ya contiene una lógica latente. De manera que pensar es repensar; y juzgar es ayudar a la intencionalidad espontánea de sentido a ser coherente.
Si eso es así, fe y razón ni tienen por qué entrar en conflicto ni son potencialmente competitivas, ya que el objeto de la filosofía no es, de entrada, eliminar, desaprobar ni defender nada, sino entender. Y también discernir lo que vale y lo que no, desde el punto de vista de la razón -que también forma parte de la persona completa - en la actitud y en las afirmaciones de la persona de fe, de acuerdo con la opción que ésta ha hecho.
¿Puede la reflexión segunda afirmar que es razonable creer en Dios? Si Dios es trascendente y no es un objeto de conocimiento, no puede demostrarse su existencia. Pero sí que puede mostrarse qué actitud humana hace posible escuchar la palabra de Dios: es el reconocimiento de la realidad que nos pasa, y es la negativa a aceptar el dolor y el esfuerzo para superarlo, es decir, el testimonio; aunque esta actitud no pueda exigir a la voluntad que se someta a la verdad que se manifiesta, sino sólo sugerir a la imaginación que se abra.
2. El lenguaje de la fe
Si Dios es totalmente el Otro, la fe sólo puede referirse con un lenguaje simbólico, pleno de imágenes y de narraciones míticas. El símbolo es una expresión espontánea del nivel prereflexivo, indicadora de la realidad. Todo símbolo tiene una dimensión poética que se refiere a aspectos y valores que no pueden expresarse con el lenguaje directamente descriptivo; apunta y orienta hacia aquello que tiene que ser descubierto.
Ricoeur define el símbolo como un signo o conjunto de signos dónde un sentido primario o literal expresa otro sentido indirecto o figurado que sólo puede ser dicho y aprehendido a través del primero. El sentido segundo que se manifiesta en lo literal y se alza sobre él, es lo importante, pero no puede ser expresado si no es a través de lo literal (eso distingue el símbolo de la alegoría).
El procedimiento del símbolo es acabar con el sentido "normal" del discurso descriptivo. Cómo producir una colisión entre significados no pertinentes. Por ejemplo, afirmar que Dios es Uno y Trino, o que María es Madre y Virgen. La suspensión momentánea de la referencia a la realidad empírica o conocida, hace emerger una nueva significación gracias a la mediación de la imaginación. La colisión con la realidad conocida permite ir más lejos de ella y transfigurarla.
Pero también es posible usar y entender mal los símbolos. Puede pasar que la persona quede "pillada" en el significado inferior o literal, es decir, que espese el símbolo en vez de hacerlo transparente. Entonces, detrás de un pretendido símbolo, se escondería una falsedad; por ejemplo, cuando se confunde a Dios con las imágenes que nos hacemos. Entender y juzgar correctamente el lenguaje de la fe, implica tres momentos:
1. Hay que combatir una comprensión literal del lenguaje simbólico, cuya mera materialidad taparía la verdad y haría referencia a un ídolo. Así, por ejemplo, no puedo pensar que Dios es un padre como el de una familia o que la resurrección de Jesús es una mera reanimación de un cadáver. Hace falta desmitificar, es decir, entender que el símbolo o mito no es ciencia.
2. Hay que ver que la intención de usar expresiones simbólicas es remitir en uno sentido segundo. El anorreamiento del sentido directo sólo es el momento necesario para la aparición del sentido figurado, que indica mucho más que todo aquello (miedo, debilidad, etc.) que puede encubrir la solidificación del símbolo.
3. Contra los intentos de desmitificación, hay que sostener la necesidad del sentido literal, sin el cual no puede expresarse lo profundo. La fe no puede prescindir de las imágenes ni de los mitos; sólo su "incongruencia" - y no los conceptos puramente racionales- llevan a un significado nuevo.
El pensamiento de Ricoeur es mucho más amplio. Véase (en catalán) la presentación del último libro de nuestro autor que hace Andreu Marquès en la "Laudatio" con motivo de la investidura de Ricoeur como Doctor honoris causa de la Universidad Ramon Llull el 24 de abril del 2001 (Questions de vida cristiana, 202, Abadía de Montserrat, en junio del 2001).
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