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Ecología Humana

La ecología se ha convertido en ingrediente inexcusable de lo políticamente correcto, lo que la lleva a navegar en la cresta de tópicos que, puestos a tomársela en serio, merecerían alguna somera reflexión. Fácil sería identificar a cuatro de ellos.

Lo ecológico es recibido, en el amplio ámbito de lo cultural, como el último grito; el no va más de la modernidad y la más joven y prometedora de las utopías.

Si pasamos al escenario político, se pretende con toda «naturalidad» vincularla a una nueva izquierda crítica, que se situaría a salvo de los efectos demoledores del marxismo, incluida la provocación de una palpable catástrofe ecológica, sea amplio o estricto el sentido que a tal adjetivo se le acabe atribuyendo. Recuerdo que mi buen amigo Wolf Paul, catedrático de la Universidad de Fráncfort, explicó a petición mía en un trabajo titulado «Del rojo al verde» esa evolución ideológica que tantos han compartido con él.

Detrás de todo ello se adivina una sustitución de más calado: la de un antropocentrismo, no exento de querencias insolidarias y consecuencias depredadoras, por una defensa numantina de la naturaleza física, apelando al argumento más radical: la pertenencia a ella del hombre, como un ser vivo más aunque peligrosamente dado a creerse y actuar como si fuera superior.

No deja, por último, de presentirse un abandono de la idea de creación, con su irrefrenable alcance teológico, por un culto cosmológico al que, si no fuera por su liturgia pagana, cabría considerar panteísta.

No viene mal revisar estos difuminados tópicos, y a ello invitaba una de las sesiones del Congreso «Católicos y vida pública». Lo primero que salta a la vista es que la ecología, lejos de ser el último grito de lo moderno, nos sitúa en plena posmodernidad. Si algo nos pone de relieve son las excesivas esperanzas depositadas en ese «homo faber», que dejó de contemplar la realidad para descubrir en ella los secretos de verdad y bien que escondía. Optó decididamente por manipularla del modo más productivo posible: intentando obtener de ello el beneficio más rentable. O sea, que la ecología suspende al «homo economicus» de la modernidad sin importarle que hubiera superado el «master». Denuncia su agresividad individualista condenada a un efecto autodestructor, localizado -en el mejor de los casos- en su insolidario desinterés por las generaciones posteriores, o quizá sólo en la profanación de una naturaleza canonizada por lo civil.

La vinculación del ecologismo con la izquierda nos sitúa ante un episodio más de apropiación indebida, fruto a medias de la propaganda y del escaso espíritu crítico. No le viene mal ese simplismo a todo un Heidegger, cuya crítica de la manipuladora razón calculante sería imposible eliminar de cualquier historia del pensar ecologista mínimamente rigurosa, al ofrecerle la oportunidad de hacerse perdonar devaneos políticos poco disculpables. La prueba del nueve de esa pretendida identidad entre ecologismo e izquierda radicará en la existencia o no de una respuesta antropológica. La revolución aparcada disponía de ella: prometía que de la nueva sociedad sin clases surgiría un hombre nuevo. ¿Se nos promete ahora algo para el hombre o simplemente se le somete a los dictados una nueva deidad de rasgos anónimos? La filosofía de la historia marxista creía saber a dónde iba y ofrecía razones fundadas para embarcar en una ardua y obligada colaboración en la empresa. ¿Se sabe ahora adónde ir?; más allá de la inercia de lo políticamente correcto ¿cuál sería hoy el fundamento para la colaboración requerida?

La revisión del antropocentrismo no puede implicar un olvido de lo humano. Bienvenidos sin duda los llamados «derechos de la tercera generación», si se los plantea como crítica del individualismo. Expresarían la sociabilidad inseparable de todo derecho, sólo que ampliada diacrónicamente con todo acierto, invitándonos a co-existir no sólo con nuestros coetáneos sino también con los que recibirán nuestra herencia.

Tampoco viene mal sustituir la obsesión por la competencia por una ética del «cuidado», que enseñe a andarse con contemplaciones. Pero si hablamos de «derechos» de los animales no parece ocioso preguntarse si a lo que se aspira es a tratar a los animales como personas, o incluso como su sustitutivo erigiéndolos en nuestros privilegiados interlocutores (?). Por esa vía es de temer que se devuelva a las personas drásticamente a su condición animal, que sólo habrían superado a sus propios ojos llevadas de una arraigada petulancia. Un ecologismo sin el hombre no sólo carece de sentido sino que acaba por volverse cruentamente contra el hombre mismo.

Con ello no apuntamos novedades radicales. Bastaría con recuperar, y en parte enriquecer, el sentido propio de la palabra, acudiendo a la siempre saludable visita al Diccionario. Ecología: 1. Ciencia que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno; 2. Parte de la sociología que estudia la relación entre los grupos humanos y su ambiente, tanto físico como social. Las preguntas implícitas siguen exigiendo una respuesta que mantenga al hombre como punto de referencia de esa relación entre los seres vivos y no lo convierta en una anónima parte más de un entorno sin centro conocido. Los derechos de los animales solo cobrarán así sentido si los vinculamos al fundamental deber de ser más humano, que es privilegio exclusivo del hombre.

Pero, si de relación de seres con su entorno hablamos, situar al hombre en el lugar que merece llevará a convertir la familia en pieza decisiva de la ecología humana. Como señala el catedrático valenciano Jesús Ballesteros, de ello derivarían consecuencias nada tópicas. Valgan algunas. El matrimonio no sería previo a la familia sino su consecuencia; al fin y al cabo en una familia nacemos y para continuarla surge el matrimonio. Habría en consecuencia un derecho a tener familia, mientras no lo habría a tener un hijo, sino a no encontrar obstáculos para que puedan nacer. Admitir que hay seres humanos que no son personas rompería todo marco de referencia, mientras crioconservarlos constituiría el máximo atentado a la ecología humana.

El relato de la creación sigue, por último, mostrándose indispensable a la hora de custodiar ese sentido de lo humano.

El primer encuentro del hombre con su entorno natural aparece en el texto bíblico orientado en una doble dirección. Debe en primer lugar trabajarlo; o sea, modificarlo para perfeccionar su originario inacabamiento. Pero ha de hacerlo siempre de un modo mesuradamente limitado por las exigencias de la ciencia del bien y del mal. No todo lo que de hecho se llega a poder hacer debe sólo por ello hacerse. Desde ese primer instante el imperativo categórico de una ecología con rostro humano será dar paso a un trabajo ennoblecido por su fin, que descarte drásticamente la posibilidad de una ciencia sin conciencia.

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