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¿Hombre libre o ciudadano?

La creencia en la obligación no sólo política sino también moral de votar es uno de los vicios de la democracia a la europea. Impide la autoselección de los votantes en función de intereses concretos, que actuaría como correctivo sobre los políticos. Estos últimos se verían obligados a tener más en cuenta la opinión pública de unos posibles electores conscientes de sus intereses (entendiéndose la palabra interés en un sentido amplio) y dis- puestos a no votar a quienes, al menos aparentemente no los satisfarían, si existiese la obligación de censarse explícitamente para poder ejercer el derecho de votar. La aceptación del principio de un censo específico para los que desean votar contribuiría a eliminar a quienes dudan, no tienen ideas claras y votan sólo por esa creencia en que se trata de una obligación política y/o moral, lo que les hace más receptivos a las emociones y a las prácticas demagógicas de los políticos. Esta condición de censarse previamente no constituye ciertamente una garantía de la pulcritud ni de la excelencia del voto, pero puede contribuir a mejorar la calidad de los electores. Desde luego mucho más que el ridículo día de «reflexión».

El origen del actual sistema tiene, como suele ocurrir tantas veces, una causa intelectual: la confusión entre el hombre libre y el ciudadano.

Ésta procede de Grecia. Los griegos descubrieron la política, la posibilidad de arreglar los conflictos mediante la discusión, y en sus pequeñas ciudades, los hombres libres que eran ciudadanos - que tenían el derecho de ciudadanía - podían participar activamente en la vida política, en las decisiones de interés común por afectar a toda la ciudad. De ahí se llegó a la conclusión de que precisamente por eso los griegos eran superiores a los demás pueblos, porque podían ser ciudadanos y el polités, el ciudadano, pasó a ser considerado lo más a que podía aspirar un hombre, por supuesto un hombre libre. Esta idealización antigua de la idea de ciudadanía, redescubierta poco antes de la revolución francesa, llevó efectivamente a ver en la condición de ciudadano no un derecho sino una propiedad del hombre libre. Sobre todo Rousseau, que era ciudadano de Ginebra, entonces una ciudad relativamente pequeña - de religión calvinista, dato importante - exaltó al ciudadano de tal modo que la revolución confundió el derecho a la ciudadanía con una propiedad de la naturaleza humana sin cuyo reconocimiento no puede ser libre.

El citoyen se convirtió así en el arquetipo del hombre civilizado en el que la perfectibilidad de la raza humana alcanza su culminación. El ciudadano es el hombre despojado de todo interés privado, que vive sólo para lo universal, para la comunidad, la nación politizada como un conjunto de ciudadanos que tienen una sola voluntad, la voluntad general, cuya voz es la ley. El ciudadano es el hombre perfecto, dechado de virtudes cívicas, que por eso participa en la revolución, en realidad la hace, dispuesto a sacrificar todo por la colectividad.

Ahora bien, lo que da su carácter al ciudadano como citoyen es esa idealización del polités griego combinada con la del cristiano calvinista, como en el caso del propio Rousseau. Se vive la ciudadanía no como un derecho que se puede tener y ejercitar, sino como un deber moral personal de velar sin tregua por la realización de la justicia y el bien de la comunidad nacional. Pues el citoyen, igual que el polités griego y el cristiano calvinista, sobre todo si es ginebrino, pues en Ginebra asentó el reformador Calvino su Iglesia-Estado-Nación, ve la vida política como un modo de vivir comunitariamente, públicamente en detrimento si es preciso de su vida privada. El citoyen es el hombre libre politizado, que más que derechos tiene deberes. Impregnado del moralismo puritano calvinista tiene que vivir ante todo para la política que es como vivir sólo para la ciudad. El citoyen es un hombre que deja de ser libre a fuerza de ser ciudadano, pues la libertad abarca muchas más cosas que la vida política.

Una cosa es tener el derecho a ejercer la ciudadanía y otra muy distinta tener el deber moral de ejercerla sin causa.

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