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Alegría del bien ajeno

Uno de los tópicos o lugares comunes de más amplia y tenaz circulación es el de que España es el país de la envidia por excelencia. No seré yo quien niegue su existencia, en el pasado y en el presente, ni el hecho de que es un factor con el que hay que contar. Pero ni pertenece a España en exclusiva, ni siquiera es un rasgo predominante en ella. Esa atribución es una muestra de provincianismo, la suposición de que es propio lo que, por desgracia, es común a la mayoría de los países, en distintas proporciones. Alguna vez he dicho que si en alguno no existiera la envidia, sería el paraíso, y no se lo puede encontrar en la tierra.

Lo que sucede es que la envidia "cunde" mucho, tiene resonancias, se aplica con preferencia a lo valioso, con una extraña "ejemplaridad" negativa. Pero valdría la pena indagar su magnitud, variable con las épocas, y si fuera posible, averiguar su origen. Mi impresión es que, como tantas otras cosas negativas, tiene límites bastante reducidos y convive con otras actitudes bien distintas y aun opuestas.

La definición tradicional de la envidia es "tristeza del bien ajeno"; el Diccionario añade "o pesar", con una fina matización. Quevedo pensaba que es amarilla, porque muerde y no come. Lo esencial es su carácter negativo, que suele ser destructivo, no para el objeto de la envidia, sino para el envidioso. Me sorprende muchas veces el rencor que muestran algunos en la cima del éxito y el aplauso, con gesto de malhumor y amargura.

Pero lo que me interesa mostrar es la existencia de la actitud inversa a la envidia, la alegría del bien ajeno. Una distinción favorable a mí, tan improbable como inesperada y sorprendente, ha desencadenado una inverosímil oleada de manifestaciones de alegría, en un volumen que hace imposible toda respuesta individual, el reconocimiento concreto de mi gratitud por ello. Desde personas muy próximas hasta las más lejanas, en su mayoría enteramente desconocidas, se han alegrado de algo que directamente no tiene nada que ver con ellas, y que se refiere a una persona de la que nada pueden esperar. Y se trata de personas de todos los niveles imaginables, de toda España y hasta de fuera de ella, en menor proporción, como es natural.

Olvidando que este hecho tenga que ver conmigo, creo que merece que se reflexione sobre él. Es un caso ejemplar de lo que Ortega llamaba "interés desinteresado". Cuando importa algo que no tiene que ver con uno mismo, que no va a reportar ninguna ventaja, que ni siquiera permite el envanecimiento, como cuando al elogiar algo se elogia uno a sí propio, esta actitud revela una apertura, una porosidad del alma, un grado de atención -que indica vitalidad-, y sobre todo una predisposición a la condición más valiosa del hombre: la alegría.

No es difícil, entre personas bien nacidas, dolerse de los males ajenos; uno de los pocos rasgos positivos y sobresalientes de nuestra época es el sentido de solidaridad, el sentirse afectado por las carencias, tribulaciones, miserias que acontecen en cualquier lugar del planeta. Hay que descontar una posible insinceridad, o un automatismo, o un partidismo que lleva a dejar en suspenso esa actitud en ciertas ocasiones; y también la frecuente propensión a sentir esa solidaridad con los más remotos, respecto a los cuales no puede aplicarse en realidad, con olvido de que el "prójimo" es primariamente el "próximo".

Es menos frecuente, más fina y sutil, la participación, no en los males, sino en los bienes; y es verdadera participación cuando no se limita a la aprobación, sino que provoca alegría. Si esto ocurre, descubre una contextura de una sociedad, de un pueblo -o al menos de porciones de él- que permite la esperanza.

Llevo mucho tiempo diciendo que la superficie pública de España es muy inferior a la realidad que existe -quizá se oculta- bajo ella. El haber vivido siempre en familiaridad con nuestra historia, el haberla repasado y repensado, el haber reflexionado largamente sobre ella para intentar comprender su argumento, el encadenamiento de sus proyectos, me ha llevado a una estimación de nuestro país muy superior a la habitual. Y esto se extiende al presente, y por tanto, a las posibilidades del futuro próximo.

No se me ocultan los errores del pasado, a veces gravísimos, y especialmente los relativamente recientes, que siguen pesando sobre nosotros. Por eso me parece la suma impiedad su renovación, su parcial glorificación, la voluntad de mantener vivo lo más doloroso y repelente, que debería ser curado con una combinación de arrepentimiento doble y confinamiento en el pasado irrepetible.

Y tampoco dejo de ver las tentaciones actuales, la propensión al negativismo, a la desmoralización, las adscripciones mecánicas, automáticas -y por eso inmodificables- a posiciones indeseables y que deberían suscitar repulsa. Más grave esto que los problemas evidentes que nos acosan; y digo más grave, porque es la mayor dificultad para superarlos.

Pero el ver todo esto me lleva a atender ávidamente a los síntomas positivos, a los que descubren porciones de salud social, de espíritu de concordia, de veracidad, de confianza en la realidad humana o en el país a que pertenecemos -o en los grandes círculos a los que también estamos vinculados, de los que estamos hechos, dentro de los cuales tenemos que proyectar nuestras vidas.

Todo lo que revela curiosidad, capacidad de enterarse, magnanimidad, respeto a la realidad, y por tanto veracidad, me parece precioso. Hay que tomar posesión de ello, atesorarlo, potenciarlo, incorporarlo a nuestras vidas. Tengo avidez de todo lo que permite esperar con alguna confianza lo que podemos hacer y ser, en medio de dificultades que sólo deberían ser un estímulo y no un motivo de desaliento.

No puedo dejar pasar la ocasión de señalar una manifestación esperanzadora, aunque su importancia sea muy reducida, aunque me afecte personalmente. La desatención a lo real se uniría a la ingratitud, que es una fea manifestación de la conducta. Especialmente, porque lo que se recibe pertenece primariamente al que lo da, y el no reconocerlo es un despojo injusto, precisamente a quien ha sido generoso.

Convendría hacer menos fácil el influjo social a las "almas feas", que inficionan con rencor la convivencia y oscurecen el porvenir de todos. Valdría más recoger escrupulosamente lo valioso, positivo, esperanzador, lo que fomente la convivencia y la concordia y si es posible hacerlo germinar y difundirse.

Spinoza, que tanto pensó sobre la alegría ("laetitia"), la definía como aquella pasión por la cual se pasa a una perfección mayor. Es, pues, un gran motor de perfección. Permítaseme expresar mi gratitud a cuantos con ella nos han impulsado a ser algo más perfectos.

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