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La inversión de una máxima

Se ha repetido mil veces, desde Hipócrates, con mayor frecuencia en la expresión latina de Séneca, "Ars longa, vita brevis", la convicción de que los saberes son largos de dominar y poseer, pero la vida es corta. En nuestro tiempo ha acontecido un cambio cuya importancia todavía no se ha apreciado en lo que es justo: la vida se ha prolongado, dentro de este siglo, en algo más de diez años, acaso quince, "gran espacio de la vida mortal", el plazo de una generación.

Los hombres solían morir, hasta el siglo pasado, hacia los sesenta años; los que llegaban a otras edades eran excepciones, y rara vez en buen estado de conservación. Eran "supervivientes", y sus generaciones, como batallones diezmados después de un combate. Ahora es muy grande el número de los que no se deciden a morir, dejan llegar los setenta, los ochenta, y todavía no se resignan a dejar esta vida. Se ha llegado a ver toda muerte como prematura, casi accidental, por la impresión de que podría haberse evitado o al menos retrasado.

Y se alcanzan edades que parecían extrema vejez o ancianidad en un estado bastante satisfactorio, lleno de posibilidades y, lo que es más sorprendente, de realidad: véase el rendimiento de muchos viejos en muy diversos campos. En el caso de la mujer, quizá la variación sea todavía más asombrosa: mientras era frecuente la "vejez" prematura -en el estilo, en los usos, en el tipo de vida-, la "retirada", hoy la juventud se prolonga increíblemente, y el mundo está lleno de bellas y atractivas abuelas.

Como una extraña compensación, en Occidente han dejado de nacer niños, muy por debajo del límite de conservación del número de personas -la famosa "pirámide de edades" está invertida-. Y para asegurarse, no se deja nacer a un número aterrador de niños concebidos y muertos en camino.

Pero, contra lo biológico -que en el hombre es siempre mucho más-, hay una tendencia universal a anular las ventajas de la longevidad. Pero tampoco podría llamarse "juvenilismo" esa propensión, porque los jóvenes no tienen las cosas demasiado fáciles, en parte por un planteamiento anacrónico, acaso torpe, de los problemas laborales. Adviértase que casi todos los problemas se plantean mal, con renuncia a los recursos que podrían resolverlos, y por supuesto sin pensar sobre ellos.

Lo evidente es una manifiesta voluntad de renunciar a las posibilidades que la longevidad permite: el aprovechamiento del saber, la experiencia -sobre todo de la vida-, la acumulación de visiones, decepciones, fracasos, reflexiones que los muchos años permiten. Para ello se cuenta con una curiosa "complicidad" de gran parte de los afectados: la pereza es un factor capital, que casi nunca se tiene en cuenta. Son legión los que están deseando jubilarse, aunque los resultados sean desastrosos; aspiran a no hacer lo que estaban haciendo -sin duda por falta de vocación y aun de mero gusto por la vieja ocupación-, para pasar a "no hacer nada", es decir, al aburrimiento, que es el enemigo público número uno de nuestra época.

Las recientes jubilaciones de todas las profesiones superiores, con una voluntad de "depuración" que recuerda otras no muy remotas y más violentas, han sido uno de los contratiempos más graves de la sociedad española, cuyas consecuencias todavía no se han medido. Una vez cumplida su misión principal se ha intentado rectificarlas, pero el daño ya estaba hecho.

Casi todo está ahora en manos, no de jóvenes propiamente dichos, sino de "medievales", es decir, de edad media. Es normal que sientan afinidad entre sí los equipos de coetáneos, que participan de las mismas experiencias y vigencias, y por ello se entienden mejor -y se enfrentan más duramente, no se olvide-. Además, se sienten incómodos ante los mayores, y no les gusta trabajar bajo sus órdenes. Cada generación tiene la impresión -evidentemente falsa, pero innegable- de que el mundo ha empezado con ella. Es molesto que se le recuerde que es algo más antiguo, que hay muchas cosas de las que sus miembros no han podido ser testigos. Esta impresión absurda se curaría con el conocimiento de la historia, y acaso por ello es la gran perseguida.

Me parece comprensible que no se quiera estar a las órdenes de los más viejos; pero ¿por qué no aprovecharlos? Por ejemplo, para aprender a hablar. Para poner un ejemplo que no escueza, me referiré a la televisión y el cine franceses. Hay una asombrosa diferencia de nivel léxico, gramatical, hasta fonético -no se olvide este último- según la edad de los hablantes. Los franceses de cierta cultura hablaban y solían escribir bastante bien su lengua. Entre los que tienen más de cincuenta o sesenta años, esto sigue siendo verdad; a medida que se desciende en edad, se experimenta un deterioro progresivo, que puede llegar a meros detritus de lengua. Hay excepciones, pero la tendencia general es indiscutible, y creo que se puede comprobar en casi todos los países.

Pero no se trata sólo de hablar, ni siquiera de escribir. Si se trata de hablar en público, casi nadie lo hace ya: se "lee" lo que se lleva escrito -muchas veces por otros-. El aburrimiento es la primera consecuencia; pero también la escasa comprensión, porque la frase escrita no es demasiado inteligible al oído, como lo es la hablada. Detrás de esto está la manía de publicar las conferencias, ponencias o "papers", que luego nadie lee ni, por supuesto, entiende.

Y hay otras cosas, que se llevan acumuladas por una vida larga. ¿Cómo sería posible la monstruosa falsificación de la historia reciente a que estamos sometidos si no se encargaran de ella los que no la han vivido ni conocido, ni quieren conocerla? La enajenación del pasado próximo es uno de los mayores factores de perturbación, que compromete nuestro porvenir, porque nos traslada al reino de la fantasmagoría interesada y tendenciosa; después de largos años de ello -con la única atenuante del recuerdo vivo de los testigos- se está ensayando otra versión no menos falaz.

Rijan los asuntos, en buena hora, los "medievales" biográficos; probablemente es lo mejor; pero aprovechen todos los recursos disponibles para esa compleja faena que es vivir: la disponibilidad y frescura de la juventud, su elasticidad, su capacidad de cicatrización; y también la vida acumulada por los que son viejos, las imágenes atesoradas en su memoria, la posibilidad de reconocer en lo que pretende ser nuevo algo ya conocido. Ser viejo es estar de vuelta de muchas cosas, pero no de la vida, porque siempre se hace hacia delante. La vejez es la última edad, después de la cual no hay otra; pero es la edad de las cuentas, de los balances, de la recapitulación. Y para los demás, la edad de la cosecha. ¿No es un mal negocio dejar que caiga al suelo por no molestarse en recogerla? Acaso ahora el arte es más corto que la vida.

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