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Polémica y mentira

Nunca he tenido gran simpatía por la polémica. El que se dedica a ella, por lo general no tiene gran cosa que decir, y prefiere discutir a pensar y expresar, con moderación y justificación, lo que ha visto. Además, las polémicas rara vez contribuyen a aclarar las cosas, menos a llegar a un acuerdo. Lo habitual es que los que polemizan se encastillen en sus "fijaciones" y ni siquiera abran la mente al otro punto de vista.

Por todo esto, en la convivencia nacional, incluida la política, me gustaría ver que las disputas se reducen al mínimo o se evitan simplemente. Es preferible aplicar el esfuerzo a madurar lo que se piensa y exponerlo con el mayor rigor posible y con la claridad que lo haga inteligible y acaso aceptable. En cambio, me parece inexcusable corregir y rectificar el error, dejar las cosas en su lugar, en suma, volver por los fueros de algo tan despreciado y tan indispensable: la verdad. Especialmente, cuando el error es voluntario, cuando significa la distorsión de la realidad, su omisión u ocultación, su suplantación por otra cosa: es decir, la mentira.

Ésta corrompe la vida de un país, en todas sus dimensiones. En ella no se puede fundar nada. Si se repasan las calamidades de todo orden que han sobrevenido a un país cualquiera, se puede comprobar que en su mayoría han sido consecuencias de mentiras que se han aceptado y se han dejado circular.

Esto quiere decir que la mentira no sólo es antipática y repulsiva, sino extremadamente peligrosa. Compromete las mejores posibilidades que existen en cada época. Lo he examinado en un escrito que consideraba el período comprendido entre el 98 y el comienzo de la guerra civil -y que ahora va a aparecer en forma de libro-, y el resultado es bastante estremecedor. Se ve cómo la mayoría de los males que cayeron sobre España -Ay qué males!- fueron consecuencia directa de un amplio repertorio de mentiras "consentidas".

Si tendemos la vista por los veinte años que acaban de transcurrir, y que significan el comienzo de una época que parecía inmensamente promisoria -que "tenía" que serlo-, se advierte un descenso de su realidad y, lo que es más, de sus expectativas, de la esperanza existente. Hágase la cuenta de los orígenes de este cambio de situación: se descubrirá el papel inmenso que ha desempeñado en ello la desfiguración de la realidad pasada y presente, es decir, la mentira. Han existido, y siguen existiendo, órganos dedicados a ello, que aportan cotidianamente su porción de falsedad deliberada.

Esto es lo que no se debe tolerar, porque compromete todas las posibilidades y perturba la convivencia. Pero hay que rehuir la tentación de la polémica; a la inmensa mayoría de las cosas que se dicen no hay por qué contestar. Si se trata de opiniones o valoraciones, la discusión no lleva a nada. Las injustificadas caerán por su propio peso, y sólo se sostendrán si se las combate y contradice; viven precisamente de eso, de ser aireadas, repetidas, discutidas. La polémica les da la realidad que no tienen; como suele pasar con los "famosos", lo son porque se habla de ellos, no es que se hable de ellos por lo que son o hacen.

Creo que una norma de conducta indispensable es descubrir las mentiras y mostrar que lo son. Y añadiría: "y nada más". Hay que evitar hacerles la "respiración artificial" de la polémica. Cuando un político, un historiador, un crítico, un autor o difusor de estadísticas, falta a la verdad, hay que hacerlo constar y no seguir hablando de ello.

Hace casi veinte años, cuando se empezó a hablar del "páramo cultural" de los decenios precedentes -lo que, por lo demás, se sigue haciendo, lo que significa, con pretextos políticos, una "calumnia de España"-, no se me ocurrió entablar una polémica, ni siquiera nombrar a los inventores del páramo, sino que escribí un artículo, "La vegetación del páramo", en que daba una larguísima enumeración de autores y de libros "libres" publicados en España entre 1941, cuando se reanudó la vida intelectual tras la guerra civil, y 1955, fecha de la muerte de Ortega. La vegetación del páramo, concluía, es bastante frondosa.

La mentira estaba rectificada por los hechos, sin más discusión. Claro que la mentira tiene una defensa: fingir que no se entera de lo que la destruye. Y, como suele disponer de bastante poder, oculta el hecho de que se la ha invalidado y descubierto. Lo malo, lo inquietante y peligroso, es que son pocos los que se atreven a decir lo que saben y piensan, concretamente que algo es paladinamente falso.

Y aquí comienza lo que podría ser el fundamento de mis inciertas esperanzas. La época que está comenzando debería ser, ante todo, un restablecimiento de la moral; y empleo esta palabra, y no "moralidad", porque la amenaza mayor que se cierne sobre nosotros no es la inmoralidad sino la desmoralización. Los españoles de este final de siglo no son, tomados en conjunto, particularmente inmorales, pero están desorientados y, como consecuencia, desmoralizados. No reaccionan frente a lo que les repugna; ni siquiera se atreven a reconocer que les repugna, cuando se les presenta desde instancias oficiales, institucionales, o desde poderosos medios de comunicación. Es poco frecuente atreverse a discrepar de lo que "se dice". Esto es una supervivencia del estado de considerable sumisión en que la mayoría ha vivido muchos años, de la confianza en lo "público", del peso de lo que se "comunicaba" en una u otra forma.

Hay en España una extraña mezcla de vitalidad y pasividad; el pueblo español no estaba "aplastado", ni casi disminuido, por la larga privación de libertad política -y la razón es que existía una dosis apreciable de libertad social y personal-, y ahí está la clave de casi todo lo positivo de los dos últimos decenios; pero ha conservado una tendencia a la pasividad, no ha recobrado de manera suficiente la capacidad de reacción, de crítica, de afirmación de las opiniones o estimaciones propias. Todavía se deja manipular en grado considerable: piénsese en la "popularidad", en la cuantitativa aceptación -casi siempre insincera- de escritores, artistas, películas, programas de televisión, periódicos.

No se ha recobrado del todo lo que podemos llamar "salud social". Y de ello se aprovechan los interesados en que no exista, porque es lo que permite la suplantación y la manipulación. Esto me lleva a pensar que el problema más acuciante es primariamente personal. En cierta medida político y social, pero con una raíz personal, incluso íntima, que es la condición de que los cambios políticos y sociales puedan ser fecundos.

El amplio abanico de problemas que se extienden ante nuestra mirada dependen, para su posible solución, de la decisión de los españoles de no aceptar, tolerar, menos aún adoptar la mentira.

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