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Mestureros

La palabra "mesturero" no es muy conocida; es un adjetivo -o sustantivo- anticuado. Lo conocen bien los que han leído el Poema del Cid. Originariamente se decía del que descubría, revelaba o publicaba el secreto que se le había confiado o debía guardar; pero luego vino a significar "cizañero", el que con sus mentiras o calumnias introduce la desconfianza, provoca la enemistad, "malmete" -expresiva palabra-. Los "mestureros" son los que calumnian al Cid y hacen que el rey Alfonso VI desconfíe de él, lo vea con hostilidad, lo destierre y renuncie a sus servicios; como todos saben, el Cid mantiene, a pesar de todo, su fidelidad al Rey, no se hace cómplice de los mestureros.

La palabra es anticuada, pero su significación, por desgracia, no. El mundo está lleno de mestureros, que disponen de recursos con los que no pudieron soñar a fines del siglo XI. La primera acepción tiene una actualidad renovada, pero pienso principalmente en la segunda, la del Poema venerable y en tantos sentidos ejemplar.

Sería interesante hacer un censo de los mestureros de nuestros días. Procuran sobre todo minar la confianza. Esto parece un poco abstracto, pero es lo decisivo. Tan pronto como se empieza a estimar algo, a esperar, por ejemplo, en las posibilidades españolas, hay individuos -o equipos enteros- que se acercan a nuestros oídos para susurrar que España es muy poca cosa, que es un país "pequeño" -nunca lo ha sido, y todavía es uno de los mayores de Europa, aun sin contar su "apéndice" histórico que es el Mundo Hispánico-, "artificial" -aunque sea la más antigua nación europea, con una asombrosa continuidad de proyecto histórico.

Si hay alguien limpio y no contaminado, en quien se puede en principio confiar, a reserva de que muestre que no es digno de ello, se expresa una desconfianza a priori, con la sana intención de que sea improbable su acierto. Esto no se presenta como hostilidad o ataque desde una posición adversa, sino sobre todo como un descontento previo, con un "no hay que fiarse" que es un guiño revelador de la propia perspicacia.

Hágase el recuento de estos gestos, y pregúntese cuál puede ser su origen. ¿Tal vez rencor por no haber sido recompensado, atendido, estimado? ¿Puro espíritu negativo, creencia de que esto es lo "inteligente", en todo caso lo que despierta interés y proporciona notoriedad? ¿Tristeza del bien ajeno, lo que usualmente se llama envidia?

Si alguien muestra sinceridad, capacidad de decir la verdad, valor para enunciarla, y si por añadidura lo hace con cortesía y buenas razones, se puede predecir que concitará diversas hostilidades y se dará por supuesto su fracaso, su eliminación, un destierro comparable al de Rodrigo Díaz de Vivar.

Un ejemplo particularmente claro de esta actitud es la frecuencia con que en los medios de comunicación se presentan las informaciones de manera tendenciosa, deformadora, sin ocultar las preferencias de la empresa, el periodista o el presentador. Todavía muchos recuerdan con humor la alegría con que en la televisión se hablaba del cáncer de Reagan, que auguraba su muerte próxima; no importa que después de él haya habido dos presidentes y estamos en vísperas de una tercera elección. A muchos divierten los augurios de la desaparición del Papa, y la decepción cuando parece con un considerable futuro por delante.

Todo eso deja huella. La gran mayoría de los españoles -y no sólo de ellos- son vulnerables a esta burda manipulación. Se preguntará por qué tiene éxito, si es burda. Lo malo es que muchos lo son, y se encuentran "en casa". La televisión ofrece programas que producen vergüenza nacional -o simplemente humana-. Algunos consisten en contar chistes, que, casi sin excepción, son procaces, increíblemente groseros, sin ninguna gracia y, por supuesto, viejos como el mundo, oídos -en alguna forma más refinada- desde hace más de setenta años. Y, sin embargo, hay siempre un público "amaestrado" que los aplaude y acoge con inexplicables risas. Incluso algo, en principio inofensivo, como los "vídeos" que pretenden tener gracia, consisten en un 95 por ciento en las caídas de los que aparecen en ellos, que es la forma más elemental y primitiva de lo cómico.

Si se trata de la vida afectiva, el nivel de lo zoológico es el único conocido, y se exhiben las cosas que se deberían llamar íntimas si no fuera porque delatan la ausencia de toda intimidad. Y cuando surge la religión, se buscan cuidadosamente las personas que la desconocen y niegan, y a veces las acompaña algún "defensor" cuya única misión es ponerla en ridículo.

Me resisto a creer que todo esto junto sea azaroso. Hay demasiada conexión entre fenómenos tan diversos, excesiva continuidad, para pensar que no hay detrás un propósito coherente. El resultado inevitable es el descenso del nivel social, de la calidad de las personas, y la eliminación de las mejores posibilidades. Cada vez que asoma una nueva esperanza, que se descubren caminos abiertos y que pueden llevar a algo interesante, se acude a estorbarlo.

Entre las figuras públicas, que expresan posiciones colectivas, políticas, sindicales, profesionales, las hay, por supuesto, inteligentes y discretas, a las que se oye con respeto, estimación y esperanza. Pero lo contrario es bastante frecuente. No se comprende cómo pueden estar al frente de agrupaciones importantes y que disponen de poder personajes que representan la arbitrariedad, la estrechez de miras, el fanatismo o la simple demencia. Y esto es tolerado, aceptado, acaso aplaudido por otras personas a las que, si no fuera por eso, habría que estimar.

Si se hiciera un catálogo de las cosas inadmisibles que han dicho -o hecho- quienes pretenden contar en la vida pública, en todos los órdenes, desde la política hasta las disciplinas científicas o los escritores, se obligaría a los ciudadanos a reflexionar sobre lo que reciben, y a obrar en consecuencia.

Urge un examen de la situación real, de los recursos de que se dispone, del grado de confianza que se puede depositar en individuos, grupos, instituciones. Esto permitiría la recuperación de la salud, no perdida, pero sí gravemente comprometida. Y digo esto porque creo que España es todavía un país razonablemente sano; lo que pasa es que está perdiendo sus defensas, que está quedando sin "anticuerpos", vulnerable a las invasiones de muy diversos morbos.

El fondo de vitalidad que nos caracteriza, incluso cierto "primitivismo" que puede ser salvador, nos ayudan. Pero no basta. Al lado de esa elementalidad que no desdeño hay en España una considerable dosis de refinamiento intelectual y moral. El pensamiento de este siglo ha llegado en algunas dimensiones a donde no se ha llegado en ningún otro lugar. Salvo mínimas excepciones, los españoles no lo saben, ni quieren saberlo. Menos todavía, aprovecharlo, ponerlo en juego, servirse de ello para vivir. Este es el peligro mayor que nos acecha.

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