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El arte de hacer caso

La forma capital y obligada de "hacer caso", la que caracteriza a quien pretende comportarse como persona racional y, por añadidura, razonable, es tener en cuenta la realidad. Suelo decir que es lo más respetable de este mundo, y que es inexorable, porque, a diferencia de las voluntades, "no desiste", no cede, no renuncia. No hacer caso de lo que es efectivo es, simplemente, un error, que se paga siempre.

A pesar de ello, la expresión "hacer caso" se aplica más bien a otras personas, a lo que dicen, aconsejan, proponen. Como esto forma parte de la realidad, también hay que tenerlo en cuenta, bajo pena de error, que puede tener graves consecuencias. Cerrarse a las opiniones ajenas, a los saberes que otros poseen, a sus voluntades o deseos, es una tremenda limitación, que no conduce a nada bueno.

Pero cuando se trata de actos humanos, no es claro lo que significa hacer caso. Por supuesto, "enterarse", "tenerlo en cuenta". Pero, una vez que se ha tomado posesión de ello, hay que reaccionar desde la propia visión de las cosas, analizar eso que se dice, examinar su origen, contrastarlo con el resto de la realidad. Cuando lo que se recibe es acertado, lo correcto es aceptarlo, tal vez con modificaciones o matices, seguir el consejo o incluir en la propia perspectiva las ajenas.

Esta debería ser la verdadera significación de la palabra "consenso", que empleé hace muchos años en la forma latina "consensus", porque todavía no estaba aclimatada en español, y que triunfó, en la lengua y, lo que es más importante, en la realidad, hace unos veinte años, para sufrir después un largo eclipse.

Pero esta operación de "hacer caso" reclama un arte, una capacidad de distinguir, que puede llegar a la fórmula de "no hacer caso" cuando eso que se oye o lee nace de fuentes turbias, que lo privan de valor. Entonces, la conducta certera es, después de enterarse, rechazarlo, no ocuparse de ello, no dejar que absorba la atención, estorbe los proyectos, lleve a renunciar a ellos, si están justificados.

Hace ya más de dos decenios, un poeta amigo leyó, en homenaje a otro que había muerto, un poema desconocido de éste, que me pareció escalofriante. Cada estrofa o estancia terminaba con un verso atroz: "Por hacer daño". El hombre hace lo que hace por muy varios motivos. Pueden ser nobilísimos, nacidos del afán de verdad, del amor al prójimo, del interés por una empresa. Acaso responden a la ambición, al afán de lucro, o de notoriedad y fama; en ellos tal vez se mezclan elementos dudosos, el egoísmo, la codicia, la vanidad. Es frecuente que se busque la conveniencia propia o de un grupo al que se pertenece, y se pasen por alto las impurezas que esto lleva consigo, la desatención a los intereses o los deseos de otras personas o grupos. En la vida económica, en la política, en las relaciones internacionales, todo esto es demasiado probable, y suele llevar a conductas parecidas, desde otra posición, lo cual engendra conflictos, que pueden ser gravísimos y llevar a situaciones desastrosas, casi siempre para todos.

Pero hay algo incomparablemente más pernicioso, y que responde a esa forma de motivación: "para hacer daño". Es lo primero que hay que ver, lo fundamental. Hay países y épocas, es decir, algunos países en épocas determinadas, en que esto no se da, o es tan excepcional que no hay que tenerlo en cuenta. No puede exagerarse la fortuna que esto significa. La vida humana, individual y colectiva, es siempre difícil; hay problemas, carencias, necesidades que no se pueden satisfacer, decepciones y tristezas, conflictos; pero cuando los hombres se esfuerzan por superar esas dificultades, por resolver o mitigar los problemas, por mejorar la condición propia sin más, la vida tiene sentido y permite lo que merece llamarse "convivencia".

Lo terrible es la existencia de los que hacen diversas cosas "por hacer daño", por estorbar la vida de los demás, por destruir, por negar la libertad o la posibilidad de buscar eso tan difícil -el imposible necesario- que se llama felicidad. Esta actitud es literalmente diabólica, si se acepta la definición que da Goethe del demonio: "der Geist, der stets verneint", el espíritu que siempre niega. He recordado muchas veces que la palabra decisiva es "siempre"; porque hay que negar algunas veces, pero hacerlo siempre, por sistema, es la pavorosa monotonía de la negación sistemática, lo verdaderamente demoniaco. "Errare humanum est, sed perseverare diabolicum". El hombre yerra, esto va incluido en su condición, pero puede arrepentirse, rectificar, es decir, volver al camino recto; perseverar en el error, empecinarse en él, en la obstinada negación, es precisamente "hacer caso" de la tentación diabólica, a la que la irrenunciable libertad humana puede resistir.

Ante lo que pasa, lo que se dice, propone, aconseja, ante la descalificación o la difamación sistemáticas, me pregunto cuál es su origen. Si responde a lo que acabo de describir, se impone el rechazo total. Es esencial, obligado, no hacer caso de lo que se hace "por hacer daño". Y no es muy difícil reconocer esta actitud: por lo general, basta con la expresión -una de las mayores ventajas de la televisión, rara vez aprovechada-, el tono de la voz, o su equivalente que es el estilo literario.

Lo malo es que pocas veces se hace caso, precisamente, de esto. Cuando mis hijos eran estudiantes, a veces me traían escritos, convocatorias, manifiestos de algunos grupos. Les decía cuál era su filiación; me preguntaban por qué lo decía, si no tenía la menor idea de sus promotores; les explicaba que por el estilo literario, que era revelador e inconfundible, más claro que una firma.

Hay que hacer caso de lo que se ve; quiero decir tomarlo en serio, ver de dónde viene y adónde se dirige. Si ello es aceptable, si responde a actitudes nobles, creadoras, incluso a los intereses y conveniencias, que pueden ser legítimos aunque se extralimiten y no respeten suficientemente los ajenos, hay que hacer caso, aceptar en todo o en parte los puntos de vista de los demás, discutir con ellos, tratar de llegar a un entendimiento, en suma, convivir.

Pero si se trata de lo negativo, de la mala voluntad, del afán de hacer daño, hay que apartarlo mediante la desatención, no hablar de ello, "no hacerle caso". Háganse las cuentas de las mayores calamidades que afligen a la humanidad. Se verá que su éxito ha dependido en enorme proporción de la atención que se les ha prestado y se les sigue prestando, de su presencia constante en la publicidad, de que se les haga un caso absolutamente injustificado e inmerecido. Hagan la cuenta los españoles de hoy de las caras que les son familiares, que aparecen todos los días y varias veces en las pantallas de la televisión, sin la menor justificación, y pregúntese por qué y para qué.

El día que esto se haga me sentiré más tranquilo y esperanzado, porque no se perderá el tiempo y la energía necesarios para hacer bien lo que hay que hacer.

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