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Qué vamos a hacer

Hace treinta años expresé -de palabra y por escrito- mi preocupación por el hecho de que los españoles se preguntaran "¿qué va a pasar?", cuando lo necesario era preguntarse "¿qué vamos a hacer?" Gracias a que diez años después empezó a abrirse paso esta interrogante se abrió el horizonte de nuestra vida colectiva y empezaron muchas cosas interesantes, posibilidades que en alguna medida persisten, pero que llevan largo tiempo mitigadas, atenuadas, es una especie de extraña hibernación, que conduce a la "vita minima".

La consecuencia ha sido la paralización o congelación de los proyectos, el dejar de sentir la vida nacional como una empresa ilusionante, la renuncia de hecho a la imaginación, a la invención, a los proyectos. La existencia de dificultades, que es evidente, puede ser un estímulo, un acicate, si existen proyectos atractivos.

Pero la movilización del país hacia todo eso, que es posible y puede llevar hasta al entusiasmo, requiere algunas condiciones, difíciles de cumplir por el desaliento establecido, por la funesta tendencia a prestar atención a los que solo quieren "hacer daño", por no distinguir a los que tienen una parcela de razón y atienden a razones de aquellos que están cautivos de sus "fijaciones" y, como aquel general tan valiente, no se rinden ni a la evidencia.

La vida "pública", en nuestro tiempo, quiero decir desde hace casi dos siglos, es "representativa" en dos sentidos: el primero es el carácter de la democracia moderna, que no es directa sino que se realiza mediante "representantes" elegidos; el segundo, no menos importante, es el de "representación escénica", de manifestación ante los individuos y los grupos sociales, de presentación de una figura atractiva y digna de confianza, con sus proyectos, innovaciones, explicaciones, motivos de persuasión.

Lo malo es que nuestra época ha sustituido la "retórica" por la "propaganda". Llevo muchos decenios señalando este hecho desastroso. La retórica, la buena retórica, consistía en mover a las personas mediante la palabra, y no necesitaba mentir, sino apelar con el estilo literario a los resortes profundos de lo humano. La propaganda -plaga del siglo XX- manipula a los hombres profanándolos mediante la mentira, la distorsión de la realidad, su ocultamiento. Y esto está tan arraigado, y el talento literario es tan escaso, que es problemático pasar del aterrador dominio de la propaganda al ámbito salvador de la buena retórica veraz e ilusionante. En el comienzo de la democracia griega, decía Pericles, según el testimonio de Tucídides: "El que sabe y no se explica claramente, es lo mismo que si no pensara". De ahí la necesidad de la palabra justa y expresiva, capaz de hacer entender y de entusiasmar, de movilizar lo mejor de los ciudadanos.

Esta exigencia debe ser imperativa para el político honrado y creador. Si se tiende la mirada por el mundo actual, esto se echa de menos, de una manera que a mí me parece angustiosa. Pero esa posibilidad es accesible, no requiere más que tener presente la realidad, no falsearla, no ocultarla, no engañar -y esto requiere ante todo no engañarse-. Y hay una exigencia elemental, pero de alcance enorme: distinguir los grados de importancia de los asuntos, los problemas, las opiniones. Hay instituciones o grupos sociales que se atribuyen una importancia de que carecen; por ejemplo, ser representantes de una colectividad que no se siente representada, que no pertenece más que muy escasamente a los que usurpan su nombre. Me asombra el tiempo y la atención que se presta a minucias, que interesan sólo a unos cuantos, y con frecuencia por motivos poco estimables, mientras se pasan por alto cuestiones de verdadera importancia o se despachan con ligereza.

Se acepta el predominio de lo negativo, las objeciones sin fundamento, las zancadillas, mientras quedan en la sombra los proyectos creadores que pueden mejorar la situación y movilizar a los ciudadanos. Claro que hay que mostrarlos, explicarlos claramente, justificarlos, reconocer sus dificultades o inconvenientes, ver si, a pesar de ello, son inevitables o en definitiva valiosos.

La famosa fórmula de nuestro teatro clásico que tanto se repite, me parece un error, pero rectificada puede ser excelente: "Procure siempre acertalla / el honrado y principal; / pero si acierta mal, / sostenella y no enmendalla". Hay que enmendar y rectificar lo que está mal; pero si se acierta, hay que sostenerlo, no dejarse desanimar ni intimidar. La obstinación es un error inaceptable; la entereza es una exigencia del que pretende ejercer alguna magistratura o poder.

Creo que hay el deber imperioso de realizar las posibilidades. Las de España, en este momento, son muy grandes, y no es admisible que se renuncie a ellas, que se haga un repliegue porque alguien lo desee así, frunza el ceño y haga gestos amenazadores, que probablemente no piensa cumplir, y en todo caso se volverían en contra suya. El rechazo a toda intimidación es una de las primeras condiciones de la vida pública -y por supuesto de la privada, todavía más importante-.

Se pueden hacer innumerables cosas, que no tienen por qué ser fáciles, pero que son posibles, convenientes, algunas simplemente necesarias, obligadas por la realidad. Hay que pensarlas con rigor, justificarlas ante la opinión, movilizar su asentimiento y sus energías. Hay que volver a despertar el entusiasmo con que se inició la época en que estamos, no dejarlo languidecer; hay que extremar el rigor, la exigencia, no pasar por movimiento mal hecho, no obstinarse en ningún error y no renunciar al acierto, no dejarse intimidar por la jactancia o la amenaza.

El que haga esto contará con el apoyo, probablemente con el entusiasmo, de la gran mayoría de la población, que está en gran parte "cautiva" por una red bien organizada de falsificaciones y deformaciones. Se discute mucho sobre lo que necesita España; yo diría algo muy sencillo: abrir las ventanas, dejar que el aire de la verdad sustituya al viciado y confinado que se respira.

¿Qué le vamos a hacer? Tengo una tendencia invencible, acaso una deformación profesional -sería mejor decir vocacional-, a creer que, en todos los órdenes, desde los más modestos e inmediatos hasta los más levantados, "La verdad os hará libres".

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