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Gerardo Diego al cabo de un siglo
La longevidad frecuente en nuestro tiempo está alterando el sentido de los centenarios de nacimientos. Solían ser la conmemoración de algo lejano, una mirada hacia un pasado que se iba desvaneciendo en el olvido. Ahora están en muchos casos cerca de la muerte de quien se recuerda, y en algunos casos antes de ésta. Fue lo que sucedió con Manuel Gómez Moreno, Vicente García de Diego, y a falta de cuatro meses Ramón Menéndez Pidal.
Ahora hace un siglo que nació en Santander Gerardo Diego. Pero vivió hasta hace solamente nueve años, en 1987; me enteré de su muerte volando hacia su ciudad natal. Había sido tan próximo, y durante tantos años, que me cuesta un esfuerzo pensar en su centenario. Y hay una razón más para esta extrañeza: era, fue siempre, un "joven poeta" de ese grupo que se llama "del 27", que ha conservado esa figura y en cierta medida esa actitud.
Conocí a Gerardo Diego en 1934; empecé a leerlo por entonces; compré su antología "Poesía española" (contemporánea) en su segunda edición de ese año (la primera, algo distinta, era de 1932). Recuerdo que Vicente Salas Viu publicó una crítica titulada "Parcialidad y su contrario en el antólogo", en la que señalaba las diferencias entre las dos ediciones. Lo seguí leyendo; durante dieciocho años fui vecino suyo, frente a su casa en la calle de Covarrubias; desde 1965 nos vimos regularmente en la Academia, hasta su muerte. Y no es la primera vez que me ocupo de la obra de Gerardo Diego: escribí el artículo sobre él en el "Diccionario de Literatura española" de la "Revista de Occidente", y en agosto de este año dirigí una "mesa redonda" de la Fundación Duque de Soria, en esta ciudad.
Gerardo Diego fue catedrático de Instituto en diversos lugares, desde Soria hasta Madrid; lleno de entusiasmo y pasión, excelente profesor, que dejaba honda huella en sus estudiantes; músico que asociaba este arte con la poesía; callado, a veces taciturno, con brotes inesperados de elocuencia y hasta arrebato.
Tenía una honda vocación poética; y algo más, que parece secundario y se suele olvidar, pero me parece muy importante: "afición" a ella; le gustaba, la gozaba, se divertía, en un juego inteligente con el que hay que contar para entenderla.
Frente a la uniformidad de otros poetas contemporáneos, tuvo una inmensa riqueza de temas y estilos; jugó -en serio, ciertamente- con innumerables formas, desde las más tradicionales hasta las innovadoras, imaginativas, caprichosas. Escribió, con clara conciencia de ello: "Yo no soy responsable de que me atraigan simultáneamente el campo y la ciudad, la tradición y el futuro, de que me encante el arte nuevo y me extasíe el antiguo; de que me vuelva loco la retórica hecha, y me torne más loco el capricho de volver a hacérmela -nueva- para mi uso particular e intransferible".
Esto es lo que hizo, la clave de su inagotable variedad, desde la "Fábula de Equis y Zeda" hasta la poesía de inspiración religiosa ante el ciprés de Silos y gran parte de su obra posterior. Es grande la distancia entre esta divertida estrofa:
Amor amor obesidad hermana
soplo de fuelle hasta abombar las horas
y encontrarse al salir una mañana
que Dios es Dios sin colaboradoras
y que es Azul la mano del grumete
-amor amor amor- de seis a siete
Y los famosos versos
Era ella
Y nadie lo sabía
pero cuando pasaba
los árboles se arrodillaban
Su paso por Soria nos dejó una de las recreaciones literarias de esta ciudad y esta tierra, después de las de Bécquer y Antonio Machado; desde otro tiempo y otra perspectiva y otra sensibilidad. Y sus libros se fueron sucediendo, siempre innovadores, sin cansancio. Era imposible dar a Gerardo Diego por "visto", leído, sabido, porque iba lanzando sorpresa tras sorpresa. Es lo que corresponde a lo que he llamado afición. Habría que distinguir entre los poetas -y en general escritores de cualquier género- que la tienen y los que carecen de ella.
Conocía admirablemente la poesía clásica española -y francesa, no lo olvidemos-; dominaba las formas tradicionales, que usaba de manera impecable; sus "piruetas", siempre ingeniosas partían de la posesión de las más severas disciplinas, que llevaba dentro. Recibió y asimiló la espléndida herencia de la poesía de su tiempo, desde Unamuno y los Machado y Juan Ramón Jiménez hasta sus coetáneos, pero mantuvo ante ella su libertad personal, unió su voz distinta a un coro que nos sigue fascinando y que empezamos a recordar con nostalgia.
Habló Gerardo Diego, al reflexionar sobre su obra, de dos intenciones principales: "La de una poesía relativa, esto es, directamente apoyada en la realidad, y la de una poesía absoluta o de tendencia a lo absoluto; esto es, apoyada en sí misma, autónoma respecto al universo real del que sólo en segundo grado procede".
¿Es posible esto último? Advierte que también procede de él, aunque sea en segundo grado. Sería interesante ver cuál de estas dos tendencias tiene mayores probabilidades de perdurar.
Tal vez en sus últimos años intentó Gerardo Diego una reconciliación o fusión de ambas tendencias, una recreación libre e imaginativa de lo real; por eso pudo escribir un libro breve por el que siento singular preferencia: un poema de amor -no hay muchos en nuestro tiempo: "La voz a ti debida", de Pedro Salinas; "La casa encendida", de Luis Rosales-; el de Gerardo Diego se titula "La fundación del querer", y es una crónica de un amor personal, revivido, imaginado, recreado.
El título es para mí interesante; creo que casi nadie sabe hoy que procede de una copla popular, ingeniosa y sabrosa:
Si usté me quisiera a mí
como yo la quiero a usté,
nos llamaran a los dos
la fundación del querer
Si se tiene presente este origen, acaso se entienda mejor este conmovedor libro, que podría verse como la clave final de la obra entera de su autor.
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