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Dos actitudes posibles
Hace ya diecisiete años, en 1979, con ocasión de mi primera visita a un país europeo, hice unos comentarios que acaso no podría repetir hoy exactamente. Decía lo siguiente:
"En cada país (o en sus conjuntos) hay una diferencia que no suele verse y que me parece decisiva. En algunas situaciones, cada individuo o cada grupo o cada partido tiene ciertos intereses, preferencias, conveniencias, hasta egoísmos. Cada uno de ellos intenta imponer su voluntad o sus deseos, tal vez más allá de lo justo o de lo conveniente para la totalidad. Esto es humano, inevitable y, en definitiva, perfectamente aceptable. En otras situaciones, en cambio, hay fuerzas que lo que primariamente buscan es "destruir" la sociedad en que viven, su estructura, lo que ahora suele llamarse el "sistema". No buscan su conveniencia, sino el daño general, el deterioro de la convivencia, o de las instituciones, o de la vida económica, o de la cultura. Esta es la máxima distinción que importa hacer».
Temo que en España esté creciendo, de manera alarmante, la segunda actitud. Desde hace mucho tiempo, nunca han faltado algunos grupos -no digamos individuos aislados- que han participado de ella; pero cuando se trata de fragmentos muy reducidos, su importancia no es excesiva; se trata de lo que en inglés suele llamare "the lunatic fringe», que se podría traducir como "el fleco demencial». La sociedad, si está sana y tiene elasticidad y viveza, relega ese fleco a lo marginal y lo deja inoperante. Lo grave es que, en ocasiones funestas, el torso social se deja arrastrar por sus "flecos», que lo dividen y desgarran. Esta fue la causa principal de la guerra civil.
Estamos muy lejos de esta situación, pero me parece evidente el crecimiento y la intesificación de las fracciones que muestran una actitud negativa, resueltamente destructora, y que puede ir en contra de sus propios intereses. La envidia es amarilla, porque muerde y no come, decía Quevedo. Hay un atroz dicho que encuentro espeluznante: "quedarse tuerto por dejar ciego a otro».
¿Qué se puede hacer? Lo primero, como en todas las cuestiones de la vida, "enterarse». Tener bien claro qué personas, o agrupaciones de cualquier índole, tienen esa actitud y esos propósitos. Con los demás es posible entenderse, se pueden aceptar sus voluntades o deseos -acaso corrigiéndolos si son excesivos o inconvenientes-. En todo caso, son tolerables, y del encuentro de las diversas actitudes puede surgir una concordia dinámica, que no excluye el desacuerdo, en la que acaba por imperar lo que es justo y acertado.
La unanimidad suele ser falsa, y eso la hace peligrosa; la discrepancia es lícita y puede ser salvadora. El espíritu negativo, destructor, es funesto, inaceptable, y hay que ver quiénes están poseídos de él.
¿Se tiene claridad sobre ello? Temo que no. Hay actitudes negativas que empiezan por enmascararse, por presentar una figura que se puede confundir con los intereses particulares, en principio legítimos. El signo decisivo suele ser la "insaciabilidad». Cuando alguien no se contenta con nada, cuando finge desear algo, y poco después muestra el descontento originario -probablemente intensificado- y pide algo más, es de temer que lo que busque sea la destrucción del prójimo o acaso del conjunto.
Un segundo síntoma es la pretensión de lo imposible, bien porque objetivamente lo sea, o porque sea inaceptable, porque resulte evidente que no se va a admitir, ni por tanto a realizar, de manera que lo que quede es el descontento -probablemente el "eterno» descontento-, como una herida sin cicatrizar, como una llaga que siempre supura. Hay un inequívoco carácter de "enfermedad», de anormalidad, en esas actitudes.
Frente a esto, lo debido es hacer un intento de curación. Pero si esta no es posible -principalmente por no ser querida por el que la necesitaría, por voluntaria y obstinada adhesión a la dolencia-, hay que reconocerlo y obrar en consecuencia.
¿Cómo? Por lo pronto, hay que procurar que esa enfermedad social no se extienda; hay que evitar el contagio, que presenta muchos casos notorios, que casi nadie intenta explicar, menos aún prevenir. Un repaso de los aspectos patológicos de un país, por ejemplo España, en un periodo de tiempo abarcable iluminaría innumerables cosas y conjuraría no pocos peligros.
La importancia de la distinción entre las dos actitudes que estoy tratando de filiar es que debe imponer dos conductas radicalmente diferentes. Ante la variedad de interpretaciones, preferencias e intereses, la primera condición es el respeto, la determinación de su grado de posibilidad, justificación y conveniencia, el esfuerzo hacia la conciliación y la concordia. Se puede y se debe ceder en lo posible para complacer a los demás, sin daño del conjunto.
Ahora bien, si lo que alguien pretende es destruirme, o destruir la totalidad -Sansón con todos los filisteos- la única actitud razonable -y justa, y debida- es defenderse. En todos los países civilizados -se olvida demasiado la vieja distinción que cuando yo era niño se aprendía en la escuela: países salvajes, bárbaros y civilizados; lo que no se enseñaba es que esos países pueden cambiar de categoría, como muestra la historia reciente-, y mientras lo son, hay "normas» que obligan, que no se pueden violar; y poderes que se encargan de asegurar su vigencia, y a los cuales se debe recurrir. No hay día en que no se reciba la noticia de actos ilícitos, intolerables, que han sido tolerados, por la tendencia, tan generalizada, a la impunidad.
Antes de que se llegue a ese grado, hay que tener en cuenta las actitudes, las pretensiones, los intentos, los propósitos manifiestos. Lo primero que parece razonable es no fomentarlos, no difundirlos, no propagarlos hablando de ellos más que el mínimo indispensable. Me impresionó, hace muchos años, lo que sucedió en Harvard University. Un hombre que enviaba artículos disparatados sobre el átomo, que iban al cesto de los papeles, entró en un despacho y preguntó a una joven secretaria: "¿Entiende usted del átomo?» "Ni una palabra», contestó la muchacha. Aquel hombre sacó una pistola y la mató a tiros. Cuando fue detenido dijo que quería que los periódicos hablasen de él. Fue complacido, largamente; lo justo hubiese sido dar la noticia en una página interior, en tres líneas y con iniciales.
Habría que hacer la lista de las calamidades que afligen a la humanidad porque se ha hablado o se habla desmesuradamente de ellas. La publicidad crea lo que por sí mismo apenas tiene realidad, en especial si ésta es lamentable. No parece inteligente fomentar mediante la publicidad las actitudes destructoras, hacer la respiración artificial a los que sin ella desaparecerían, desde un dictador tiránico hasta una secta o un partido dementes, o un escritor sin talento pero con mala intención.
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