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Popularidad o estimación
Mi amigo Pierre Emmanuel, el gran poeta francés a quien conocí cuando los dos enseñábamos en Harvard, y con quien tuve una larga amistad, discontinua pero no sin intimidad, me dijo una vez en París algo en lo que nunca había pensado, pero que me hizo reflexionar: "Su fuerza está en que no le interesa la popularidad".
Hace de esto más de cuarenta años, y hoy lo he recordado. En efecto, creo que nunca me ha interesado la popularidad, y espero confiadamente en que nunca va a interesarme. Pero es lo que importa ahora a la mayoría de los que tienen algún acceso a la vida pública. Se piensa ante todo en el dinero, y quizá sea cierto, pero tal vez como un sucedáneo. La avidez económica, la frecuente corrupción, es acaso una compensación de algo más deseado.
En cambio, ha descendido gravemente el valor de la estimación; podríamos decir la estimación de la estimación. Me asombra la facilidad con que muchos la ponen en peligro, lo poco que les importa perderla. Ha sido en otros tiempos algo que contaba de manera extraordinaria; por ejemplo, en los siglos XVI y XVII; entonces se solía llamar "reputación".
Esta palabra ha experimentado la inflación generalizada, y la actual definición del diccionario es bastante anodina; pero todavía en el siglo XVIII tenía su valor, como atestigua el Diccionario de Autoridades: "Estimación, fama, crédito, honor en que está alguno, por la dignidad, prendas o acciones loables". Algo que realmente valía la pena, que había que defender y poner a salvo, que era doloroso perder.
La reputación, lo que hoy llamaríamos más bien estimación o prestigio, ha sido uno de los motores de la historia. La de varios siglos españoles es incomprensible sin ello. El amor, "che muove il solo e le altre stelle", según el Dante, ha sido otro de esos grandes motores. ¿Han sido sustituidos? Y ¿por qué? No hay claridad sobre ello. Acaso no han tenido sustitución, su función no es desempeñada por nada, y esto sería lo más inquietante.
La estimación es un fenómeno curioso. Interesa ser estimado por alguien que a su vez sea estimable. En cierto sentido, tiene que ser algo recíproco: la estimación -que suele ser simple popularidad- por parte de los que no son estimables debe más bien provocar inquietud. En su sentido recto, la estimación engendra estimación: es un factor positivo, que ayuda a la perfección de la convivencia. La perturbación de esto, hoy tan frecuente, es una de las causas principales del deterioro que está experimentando casi todo el mundo.
No se trata sólo de los individuos, aunque esto es lo capital; afecta a las instituciones, las corporaciones, los periódicos o revistas, las editoriales. Apena profundamente ver cómo el prestigio acumulado durante decenios, acaso siglos, se dilapida frívolamente por afán de lucro o de popularidad. En los últimos tiempos he cancelado la suscripción a dos revistas, una española y otra extranjera, a las que era fiel durante más de cuarenta años, porque habían dejado de ser fieles a sí mismas.
Las editoriales cambian de propiedad, pasan a otras manos, a orientaciones distintas. Los autores que han publicado en ellas, sobre todo por motivos de afinidad y prestigio, se encuentran de repente en otras compañías, tal vez poco agradables, que pueden ser indeseables. ¿No es esto equivalente a una ruptura de contrato? Como solo se piensa en el dinero, se dirá que no, si se siguen pagando los derechos de autor -lo que no siempre es seguro-; pero ¿es esto suficiente?
Asistimos a innumerables casos de malversación. ¿De dinero? No forzosamente; es la única en que se piensa, pero hay otras. "Malversar", según el Diccionario actual, es "invertir ilícitamente los caudales públicos, o equiparables a ellos, en usos distintos de aquellos a que están destinados". Se pueden malversar muy diversas cosas, no solo caudales: el talento, el prestigio, la mera continuidad, acumulados por personas que ya no viven, y que por tanto no se pueden defender, sino que han quedado inermes, a merced de sus sucesores.
Se habla todo el tiempo de "solidaridad". Hay que preguntar con qué o con quiénes. Hay países que, lejos de ser ejemplares, son modelo de monstruosidad, de opresión, de crueldad y odio. Hay que rechazar toda solidaridad con ellos, y es inmoral, profundamente inmoral, pedirla. Habría que explicar en qué podría consistir, a quiénes se aplicaría, cuál sería su destino real. De otro modo, se convierte en mera complicidad.
Los hombres son depositarios de ciertos bienes, a veces muy modestos y privados -solían resumirse en el "nombre", pero en el mundo actual hay tantos trasiegos que ya eso resulta borroso y problemático-; en otros casos, institucionales y que tal vez representan una larga tradición. Creo que es deber inexcusable sentirse responsable de ello.
La forma superior en que debería velarse por la vieja "reputación", por el prestigio o la estimación merecida, es la que se refiere a la realidad histórica y social a la que se pertenece. Lo que pienso nada tiene que ver con el "chauvinismo", la vanagloria o el nacionalismo. No consiste en creer que lo propio es lo mejor o lo único, y que hay que ponerlo por encima de todo lo demás.
Es la conciencia de que está uno hecho por esa realidad, condicionado por ella, pero libre fente a ella. Con deberes de estimular su perfección, de no permitirle, en la medida de lo posible, apartarse de ella. Cada persona ha recibido una herencia que debe respetar, corregir, mejorar, rechazar en los puntos concretos en que sea inaceptable, sin que eso envuelva la negación, es decir, hurtar el cuerpo a la responsabilidad.
Y conviene no olvidar lo que es decisivo: que cada persona pertenece a una multitud de instancias cuyo prestigio debe importarle, cuya "reputación" debe defender y fomentar: la familia, la profesión o vocación, las instituciones, la región particular, la nación, la unidad histórica de que éstas están hechas, en nuestro caso Europa y, por supuesto, Occidente -y otras estructuras para otras variedades humanas-.
Muy poco de lo que acabo de escribir tiene vigencia en este tiempo; pero no es menos cierto que cuando algo de ello se nombra se percibe un eco que es más que nada una nostalgia, un deseo, una confusa y vaga esperanza de que acaso todo eso siga teniendo una realidad que casi siempre es negada, y a causa de ello olvidada.
Frente a tantos equipos dedicados a la malversación, acaso bastarían unas cuantas voces que reclamasen lo estimable. Aunque parezca que claman en el desierto.
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