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La indefensión de los muertos
Parece una tendencia universal e incontenible: ahora se publica todo papel que se encuentra de un escritor muerto; a veces ni siquiera de papeles, y ello se extiende a toda grabación directa o indirecta, convenientemente elaborada y manipulada.
Casi todos los autores tienen en vida muchos libros agotados, a veces durante años, y que nadie quiere reimprimir. Artículos pensados, escritos, firmados y publicados, cuyo interés puede ser duradero, acaso permanente, quedan en revistas y periódicos, sin alcanzar la vida más duradera y accesible del libro. Pero tan pronto como muere, surge una insaciable avidez por lo que se llama los "inéditos". Es decir, lo que no publicó el autor, porque no quiso o porque no pudo.
En la mayoría de los casos, lo que no llegó a escribir: anotaciones fugitivas y provisionales, preparación de obra nunca realizada; a veces, admirablemente realizada después, tras la utilización o no de esas anotaciones previas; puede ocurrir muy bien que la obra lograda y madura permanezca olvidada e inaccesible, mientras se publican celosamente los tanteos o meros materiales para su construcción.
Se editan igualmente las cartas más triviales -o más íntimas y privadas- sin interés público, escritas para un destinatario único. Se incluyen las que fueron debilidades, que el autor nunca debió escribir, y que descubre los aspectos menos estimables de su figura.
Añádanse los cursos que dio en vida, que no son libros en modo alguno, que tuvieron su justificación oral y ocasional, ante un público muy concreto y en una fecha determinada. El que alguna vez ha escrito un libro con el asunto de un curso anterior sabe bien la distancia entre ambas cosas, el enorme trabajo que supone, la necesidad de repensarlo todo en otra perspectiva, y de "escribirlo", operación dificultosa y enteramente distinta de la de hablar. Se dirá que ahora casi nadie habla, sino que lee lo que había escrito en casa; esto me parece inquietante, por muchos motivos. El que asiste a un curso o una conferencia aspira a "ver nacer" algo, incluso con el riesgo de que al que habla se le vaya el santo al cielo y se quede cortado, lo cual añade cierto dramatismo. Pero, sobre todo, la lectura suele ser aburrida; y más aún: no es plenamente inteligible, porque la frase escrita no se presta a la audición como la frase hablada.
Escritores muy parcos, de escasa producción -lo cual es infinitamente respetable- se están convirtiendo en "autores" de inmensos mamotretos que se van sucediendo y acumulando. Lo grave es que esa mole de papel impreso -que muy pocos leen- va enterrando los escasos escritos reales que compusieron. La obra verdadera queda sepultada, ocultada, por la que se añade tras su muerte.
La indefensión de los autores muertos no termina aquí. Hay además el acoso de los biógrafos y comentaristas, que ponen en circulación imágenes de ellos, frecuentemente arbitrarias, distorsionadas, con muy poco fundamento, con atribuciones gratuitas, llenas de "rumores" o presuntas confidencias; y, por supuesto, con omisiones que lo desfiguran todo: muchas veces he dicho que en la mayor parte de las biografías no aparecen, ni en los índices alfabéticos, nombres de personas que fueron decisivas en la vida de los biografiados.
Todo esto procede de la transformación de los autores muertos en "mercancía". Los herederos, en mil ocasiones, pretenden extraer algún provecho del difunto; la percepción de los derechos de autor es perfectamente lícita; pero acaso el autor no se vende demasiado, y se puede añadir la novedad de los "inéditos" o de las imágenes póstumas, sobre todo si son escandalosas o políticamente utilizables.
Esta "necrofagia" se extiende a ciertos eruditos que se encargan de preparar -o en su caso de inventar- los textos que han de publicarse. La marea creciente de esta actitud amenaza con una desfiguración de toda la cultura contemporánea, que afecta especialmente a los que han tenido la desgracia de ser famosos, de haber ingresado en el circuito de los automáticamente comentados, criticados, citados, desmenuzados, glosados. No es probable que se acepte que han escrito una obra mayor o menor, se han muerto y, por curiosa coincidencia, han dejado de escribir.
Esto parece inaceptable a los interesados, y ponen remedio a ello por los procedimientos que he recordado. Con todas las complicidades necesarias. Y, por supuesto, con consecuencias muy graves para la cultura en general y directamente para lo que se presenta como la realidad de los autores así tratados.
Y hay algo que en principio parece excelente, y que puede surgir de los mejores sentimientos: las "fundaciones" con los nombres de esos escritores. Pueden ser un acto de admiración, de piedad, en el sentido de la "pietas" latina, la voluntad de que autor siga vivo y no sea olvidado. Lo malo es que las fundaciones necesitan recursos, y los buscan donde los hay -tal vez a cambio de algo-, y tienen personal, que tiene que justificar su existencia, y por tanto "hacer cosas". Se pregunta qué se puede hacer, y esto un año tras otro, y no puede consentir que el autor se acabe. Hay cierta semejanza con las minas agotadas, que mantienen una existencia penosa y llena de problemas.
De manera menos interesada, surgen las "tesis doctorales", que actualmente son millares cada año, y que se acumulan invariablemente sobre unas decenas de nombres, mientras no se escriben nunca sobre otros, lo cual es otra potencia de desfiguración.
Si uno se pregunta cuál es la raíz última de todo esto, se llega a la conclusión de que se trata de la disipación o evaporación de la noción de persona. Se olvida que los autores han sido personas, con todo lo que ello lleva de intimidad, dramatismo, respetabilidad. No han sido cosas, menos aún bienes mostrencos a disposición del primero que llegue, aunque lleve su mismo apellido.
Y no es esto solamente: esos autores no "han sido" personas; "lo son", y algunos creemos que lo seguirán siendo siempre. Por eso no se puede operar sobre sus obras, es decir, lo que ha brotado de ellas, "in anima vili". Pueden interesar o no, y el tiempo de nuestras vidas es limitado; muchos escritores son arrastrados al olvido, del que algunos, muy pocos, emergen ocasionalmente con un inesperado redescubrimiento. Hay que respetar el destino que las cosas tienen en la historia. "Habent sua fata libelli", los libros tienen su destino.
En todo caso, las personas, autores o no -todos lo somos de nuestras vidas- merecen respeto. Creo que si los hombres de nuestro tiempo, parientes o eruditos, creyeran que iban a encontrarse un día con esos autores, temerían ver en sus rostros un gesto de dolor y descontento.
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