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Convivencia y complicidad

Los hombres es tán destinados a convivir en la sociedad a que pertenecen. Mejor dicho en las diversas sociedades en que se encuentran, a distintos niveles, desde las más elementales y cercanas hasta la humanidad, a través de ciudades, regiones, naciones o grandes grupos de éstas. La discordia, que es la voluntad de no convivir con los demás, es uno de los males más graves que pueden sobrevenir a un grupo humano.

Alguna vez he señalado el interés que tiene que en algunas fiestas o solemnidades, personas divididas por actitudes políticas o ideológicas divergentes y aun opuestas, se saluden y mantengan un fondo de cordialidad. Es síntoma precioso de que no existe un estado de discordia.

Pero se suele dar por supuesto que la discordia, cuando existe, es recíproca: que dos fracciones de una sociedad se niegan a convivir. Este suele ser el origen de las guerras civiles -y de manera más abstracta, de casi todas las guerras-. En el caso de la española de nuestro siglo, he advertido desde entonces que la discordia, evidente, fue sumamente parcial, que afectó a dos porciones muy limitadas de la sociedad española. Lo tremendo fue que el resto, es decir la mayor parte, en lugar de descartar a los dos grupos discordes, se dejó arrastrar y desgarrar por ellos y los siguió en su suicida y criminal empresa.

No se tiene en cuenta que puede existir un tipo de discordia que no es recíproca, que no consiste en el enfrentamiento de dos porciones de una sociedad, sino en la actitud discordante de "un solo grupo", que se niega a convivir con la totalidad sin que ésta adopte una actitud análoga. Esto es lo característico de todos los terrorismos, casi siempre enmascarados con un revolucionarismo o irredentismo, que suele ser imaginario. Esto plantea problemas delicados, respecto a los cuales casi siempre falta claridad. Una de las tentaciones puede ser caer en la trampa y adoptar una actitud paralela, es decir, de discordia y beligerancia, lo que pone en pie de igualdad a la sociedad en su conjunto con su fracción en discordia.

La otra tentación es extender indebidamente la convivencia a una aceptación de esa fracción, que se convierte en complicidad. Se puede "convivir" con los muy distintos, incluso adversarios, pero no "colaborar" con ellos, aceptar sus supuestos, dar por bueno lo que parece pésimo. Hay que mantener absolutamente las distancias, dentro de la sociedad en que se está, y cuya vida conjunta hay que defender. Para ello, hay que poner en salvo los principios que la constituyen y la hacen posible, y desechar con toda energía lo que los destruye.

La falta de claridad sobre esto encona los difíciles problemas que estas posiciones suscitan, los perpetúa e impide que tengan solución. Se olvida demasiado que, ante una cuestión, lo primero que hay que hacer es pensar, porque si no se hace, casi todo lo demás se reduce a palos de ciego.

Me he referido a situaciones de excepcional gravedad, que ponen en juego la estabilidad y aun la existencia de las sociedades, y aun la vida de las personas. Pero este esquema se produce con mayor frecuencia en formas que podríamos llamar "mitigadas", más reducidas y menos radicales, en campos limitados, que afectan a lo moral o a lo intelectual. Hay personas cuya conducta uno no puede estimar; sin que esto lleve a excluirlas de la convivencia, impide la cooperación, la participación en empresas comunes, el apoyo a lo que responde a esas conductas. Si esto no se hace, se produce una peligrosa confusión, se respalda lo que no merece aprobación, se enturbian las imágenes públicas, que se extienden al conjunto de la sociedad y son origen de graves males.

En el campo intelectual esto es manifiesto, y particularmente relevante. Hay una cuestión de calidad exigible. No me refiero a la modestia de las aportaciones, que puede ser muy valiosa y en muchos aspectos es imprescindible. Pienso en la veracidad como exigencia primaria, especialmente allí donde es exigida, como en el pensamiento. Si se falsean las cosas, no es que el valor sea menor o muy reducido, como puede suceder con una obra artística, sino que es un valor negativo.

Con la distorsión intelectual, con la desfiguración de la realidad, no se puede cooperar. En esta época, en que casi todo es "colectivo" se buscan los grandes números y sobre todo los nombres notorios, es constante que se proponga participar en conjuntos por lo menos equívocos -que suelen ser en rigor inequívocos-. Cuando se sospecha o se ve claramente esto, a pesar de ello muchos colaboran, por la importancia o fama de la institución convocante o por la presencia de algunos nombres valiosos. Cuando se siente demasiado reparo, lo normal es excusarse con el mucho quehacer y la falta de tiempo; como esto suele ser verdad, se acepta y no pasa nada.

Lo malo es que sí pasa, que hay una aceptación implícita de aquello, y parece que si uno hubiera tenido menos trabajo o más resistencia, hubiese colaborado en lo propuesto. Cuando no se trata de esto, propendo a decir que no deseo participar en la empresa que se brinda; puedo añadir que algunos nombres me estorban, con lo cual los organizadores pueden preguntarse cuáles -probablemente lo saben-.

Esto puede aplicarse, no sólo a colaboraciones eventuales, sino a la pertenencia a grupos o instituciones que se desvían de lo que deben ser -acaso de lo que han sido- y se deslizan por un camino que puede ser peligroso, que en todo caso uno juzga indeseable. Cuando la participación individual es suficientemente diferenciada e inequívoca, se puede tolerar una dosis de descontento. Así, el autor que publica libros en una editorial determinada, o artículos firmados en un periódico o una revista. Pero si la "vecindad" indeseable es demasiado densa, se puede producir una situación insostenible. Siempre he elogiado -y practicado- la posibilidad de marcharse de donde no se está a gusto.

Si se trata de instituciones, que pueden ser venerables y de gran alcance, hay el deber de intentar corregirlas, evitar los peores males y procurar que vuelvan a su cauce; pero puede llegar un momento en que la permanencia no sea aconsejable. Y si no se está dentro, si la posibilidad es entrar o no en ellas, lo aconsejable es esperar mejores tiempos o renunciar si estos son improbables.

La salud de una sociedad depende enormemente de estas cosas, que van desde las más graves hasta las que pueden parecer secundarias y de poca monta, pero en el fondo no lo son. Se empieza por aceptar al que escribe mal o miente y se acaba cooperando con el terrorismo.

Hay una "institución" a lo que esto no se puede aplicar, porque no es una institución: el país a que se pertenece y de cuya sustancia se está hecho. De él no se puede uno "marchar"; a lo sumo, ausentarse, llevándolo dentro. Ahí, lo debido es hacer los mayores esfuerzos, por peligrosos que sean, para que vuelva al camino recto: extremar la voluntad de convivencia y rechazar toda complicidad.

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