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Entereza y cordura

En pocos días, hemos asistido a unos cuantos espectáculos de indignidad, humillación y cobardía, en un grado difícil de recordar, incluso para mi larga memoria. Como compensación, y por fortuna desde el mismo origen, ha habido un espectáculo confortador: la resistencia de innumerables vascos y navarros anónimos a la violencia y la intimidación. Hemos visto caras envilecidas -o escondidas y encubiertas-, y muestras de nobleza sin rostro.

Estoy convencido de que la mayoría de los españoles, con diferencias de proporción pero en todo el territorio, conservan una salud social satisfactoria, buena voluntad y un repertorio de visiones justas sobre la realidad. En este momento, la conducción de los asuntos públicos es en líneas generales certera y animada por buenas intenciones.

Sin embargo, siento grave preocupación, a pesar de que la situación sea en conjunto favorable y esperanzadora. Pienso que hace falta un enérgico esfuerzo para que España supere ciertos estorbos y limitaciones, y emprenda resueltamente el camino que le pertenece, el que es su deber y tiene que ser su vocación histórica.

Ha sido frecuente en el pasado, en momentos difíciles, de crisis o peligro, reacciones enérgicas y audaces de los españoles; lo malo es que muchas veces han sido movidas por la intemperancia, el arrebato, tal vez la locura, posiblemente heroica, pero locura al fin y al cabo. No es eso lo que me parece necesario ni deseable.

El imperio de la cordura me parece la primera condición exigible, siempre que esté acompañada de la entereza necesaria. Y no me refiero primariamente a la vida pública, a la política o las acciones de gobierno, sino que creo indispensable descender a un estrato más hondo de la sociedad: a las vidas individuales, a la actitud de cada uno de nosotros, en cualquier lugar, a cualquier nivel social, y sobre todo en la vida privada.

El riesgo mayor que se está corriendo es el de la contaminación. Las actitudes ampliamente difundidas, repetidas incansablemente, acaban por parecer aceptables, acaso inevitables. Hace mucho tiempo señalé que circula una serie de identificaciones: lo frecuente se considera normal; lo normal, lícito; lo lícito, bueno.

Estas identificaciones, que son monstruosas, destiñen sobre el cuerpo social, ayudadas por poderosos medios de comunicación, que se dedican a difundirlas sin cesar. Hay conductas anormales -en todos los órdenes- que pueden ser frecuentes; esa frecuencia no prueba ninguna licitud; y lo que es legalmente lícito puede ser moral o intelectualmente inaceptable, una maldad o una falsedad.

Éste es el campo adecuado de aplicación de la inteligencia, la voluntad y la entereza de cada uno de nosotros, sin excepción. Hay que reconocer la propia estimación, la admiración sincera por todo lo que nos la inspira, y obrar en consecuencia, mediante el aplauso y el apoyo. Hay que tomar en serio igualmente nuestra repugnancia, nuestro desprecio, cuando los sentimos, aunque vengan respaldados por elogios y glorificaciones, por una publicidad que puede ser abrumadora.

Desde la política hasta la literatura, el arte, el teatro, el cine, los periódicos, la radio o la televisión, hay que conservar la actitud verdadera, la que brota de nosotros mismos y no es impuesta o conseguida mediante artificios de seducción.

Gabriel Marcel habló hace más de medio siglo de lo que llamaba las "técnicas del envilecimiento" ("techniques de l'avilissement"). Desde entonces se han perfeccionado increíblemente y se han hecho mucho más eficaces. Mediante ellas se han podido realizar las grandes monstruosidades de nuestra época. No se resistió a ellas sino minoritariamente y no se pudieron impedir. Sin embargo, a la larga se fueron imponiendo las normas justas, se engendró una repulsa a lo peor.

Tardíamente, es cierto. Tal vez después de la acumulación de diversas series de errores. Se trataría de evitarlos, no sólo de llorarlos y deplorarlos una vez consumados. Habría que intentar nuevas tácticas, más eficaces que las muy limitadas que no fueron suficientes.

Por eso hablo de "contaminación", que es lo que permite la difusión de las epidemias, incluso de la peste. Es lo que me hace pensar en el papel de "todos", no sólo de los que tienen situaciones en algún sentido privilegiadas. El lector de periódicos, revistas o libros; el que oye la radio, el espectador de televisión; el que va al cine; el que se afilia a un partido o lo apoya; el votante, por supuesto, en día de elecciones; todos ellos tienen que darse cuenta de sus posibilidades y de su responsabilidad. Dejarse manipular es culpable. Casi nadie se da cuenta de cuántas cosas están en sus manos, para bien o para mal.

Incluso en la vida estrictamente privada -en rigor, sobre todo en ésta, que es la más importante- puede y debe ejercerse esa actitud, que consiste, para decirlo en pocas palabras, en ser fiel a uno mismo. Constantemente se aceptan los elogios de lo que no gusta ni se estima, se secundan los gestos de desdén o ignorancia de lo que se mira por otros con malos ojos, acaso con envidia; se acepta la compañía de gentes a quienes se ve como indeseables, se les presta el apoyo de la aparente aprobación.

Lo fundamental es atreverse a ser quien se es. Por eso hablo de entereza, que no abunda demasiado. Con el sosiego que ha caracterizado a los españoles en sus mejores tiempos, con la cordura que nunca nos debe abandonar, hay que distinguir, como decía Antonio Machado, "las voces de los ecos", y no menos entre las voces y sus verdaderas intenciones.

El criterio infalible es la verdad. Lo verdadero puede afirmarse sin temor a ser desmentido por la realidad. La falsedad es incoherente consigo misma, y por eso insostenible. Se dirá que son muchos los que no saben a qué atenerse, y no pueden distinguir "lo verdadero de lo falso", propósito capital de Descartes y de todo el pensamiento digno de este nombre. Ahí interviene la función de algunas minorías, de las personas que tienen esa capacidad, que pueden dar las razones para mostrar la verdad de algunas cosas y probar, más allá de toda duda, la falsedad de otras.

Especialmente lo que no es mero error, sino mentira, que es lo absolutamente intolerable, porque propaga las infecciones. Es fácil de descubrir; no se puede imponer más que a la ignorancia -por eso se aplica sobre todo contra los niños o muy jóvenes, o los expuestos a una enseñanza que los deja indefensos y sin "anticuerpos"-. Pero ¿quién podría resistir a la repulsa equilibrada, serena, sosegada, enérgica, de millones de personas decididas a no dejarse violentar ni manipular ni engañar ni suplantar, dispuestas a vivir desde sí mismas y no entregarse ni humillarse?

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