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Contra la polémica

Soy muy poco partidario de las polémicas. Pienso que deben ser algo excepcional, reservado a algunos casos en que se justifiquen con títulos muy precisos. La mayoría de las veces, las polémicas sirven para dar resonancia a aquello contra lo que se polemiza. Si es injusto, torpe o absurdo, caería por su propio peso y sería pronto olvidado.

Me parece muy preferible decir positivamente lo que parece verdadero y justo, con buena educación y las razones que lo sustenten. Lo malo es que esto no tendrá probablemente resonancia alguna; los medios de comunicación no lo comentarán, ni siquiera lo citarán, mientras repiten y glosan el disparate inicial, que así quedará presente en la mente de las multitudes.

En los últimos días se ha hablado con alguna precisión cuál es la realidad, que puede enunciarse con gran irresponsabilidad de la lengua española y de otras lenguas. No es difícil ver con rigor, con la coherencia que la verdad tiene, y que la hace inatacable con razones. Pero esto no produce "ondas", queda reducido a lo dicho, sin más, y ello desanima a los que no tienen fe en la razón. Siempre he pensado que el decir algo tiene importancia, aunque no pase nada, porque pasa, por lo pronto, que "se ha dicho". En los tiempos, bastante cercanos, en que era difícil y acaso arriesgado decir algo verdadero, yo sentía confianza en que algo quedara dicho. He comprobado después cuánto irrita precisamente eso, que algo haya sido dicho -o, por el contrario, que no se haya dicho nunca algo de lo que ahora se siente rubor-.

Creo que esta consideración se debe tomar en toda su extensión posible. Las posiciones políticas, las estimaciones literarias o artísticas, las interpretaciones de la historia, las valoraciones morales, son con frecuencia absurdas, indefendibles, en suma, falsas. Es un error tomarlas en serio, enfrentarse con ellas, polemizar, dándoles el oxígeno que necesitan para no ahogarse en su propio vacío. Casi todas las enormidades políticas de nuestro siglo han sido, si no engendradas, desarrolladas por la atención que se les ha prestado, incluso, y muy principalmente, la hostil.

He recordado muchas veces que en los años del decenio de 1930, las dos palabras clave de la política eran "anticomunismo" y "antifascismo". Nada más peligroso que lo negativo, el definirse por aquello "contra" lo que se está, dejando la iniciativa precisamente a eso que se pretende combatir. Fascismo y comunismo florecieron en ese decenio, con las consecuencias que conocemos bien, porque casi nadie formuló y defendió con buenas razones lo que parecía justo. Lo que hubiera podido ser la solución -que acaso acabó por imponerse en las mentes, pero en forma imperfecta y después de varios desastres y millones de muertos-, no tuvo posibilidad real de sostenerse.

Sería terriblemente aleccionador recordar lo que muchos de quienes podía esperarse otra cosa dijeron, tal vez con entusiasmo e insistencia, años atrás; y más aún lo que, pudiendo, dejaron de decir. Algunos se escudan en su juventud; pero si se miran bien las fechas, las edades corresponden a lo que siempre se ha visto como madurez; esto sin contar con que la juventud no da derecho a la irresponsabilidad.

El fondo de la cuestión es que se tenga o no confianza en la realidad misma y en su expresión verdadera; en suma, en la razón, que es, según la vieja formulación "provisional" que acuñé hace exactamente medio siglo, "la aprehensión de la realidad en su conexión". He mantenido siempre esa confianza, y creo que una de sus expresiones más certeras es que "las puertas del infierno no prevalecerán". Esto se puede aplicar a todos los infiernos, incluidos, por supuesto, los organizados y alentados por los "pobres diablos" que tienen tal influencia.

Siempre he creído que es un error "refutar" a Bartolomé de las Casas; basta con citarlo, poner ante las mentes las cosas que dijo. Y esto se podría aplicar a un sinnúmero de cosas, tesis y opiniones, que basta con formular y recordar, sin detenerse a discutirlas.

Esto es ahora especialmente fácil, más que nunca. La inmensa influencia que los medios de comunicación tienen en la difusión y propagación de la falsedad o la ausencia de valor puede quedar compensada por la posibilidad de "volver a mostrar" lo que quedó registrado y grabado, incluso con la figura, la voz y el gesto. No es ahora fácil renegar del pasado, porque se lo puede renovar y actualizar.

Lo malo es que rara vez se hace. Si ello se practicara de manera habitual, el que más y el que menos se guardaría de dar el espectáculo de la desmesura, la grosería, la difamación, la mentira pura y simple, por temor a que ello le fuera recordado, con las consecuencias previsibles.

Aun sin estos refinamientos de la técnica actual, son muchos los que viven sobresaltados por la posibilidad de que se les recuerde lo que hicieron, dijeron o callaron en otras situaciones. Es cómico el espectáculo de los individuos o grupos que se presentan como "perseguidos", cuando gozaron el favor oficial desde hace cuarenta o cincuenta años y fueron exaltados y protegidos -tal vez con justicia- por el Poder dominante. ¿Por qué no reconocerlo, o al menos guardar silencio?

Estoy convencido de que las cosas marcharían mucho mejor si los que pueden hacerlo y tienen autoridad dijeran positiva y correctamente lo que saben, justificándolo y dejando que la realidad, expresada y formulada con acierto, se encargara de invalidar la falsedad o la estupidez. No se debe malgastar el tiempo y la energía en discutir con quien no lo merece. Ambos, tiempo y energía, son bienes escasos que no se pueden dilapidar. Uno de los aciertos decisivos, que son exigibles, es el que se refiere a aquello sobre lo que se piensa y escribe. Antes incluso que los resultados, importa a qué cuestiones se aplica el esfuerzo. El catálogo de las cuestiones tratadas por un intelectual es lo primero, aquello de lo que depende ante todo su valor, su derecho a la estimación.

Y el reverso positivo de la polémica es el conocimiento y posesión, la prolongación de lo valioso, que tantas veces se olvida y abandona, se deja languidecer y morir. A veces, por temor a que eso, por ser eminente, "haga sombra" y estorbe a las propias pretensiones; otras veces la tentación es cierto servilismo, el horror a discrepar de lo que tanto se estima. La fidelidad debe ser creadora, y por ello crítica. Si en ese pasado valioso y estimable hay algo discutible o erróneo, hay que verlo, señalarlo, rectificarlo, porque con ello se contribuye a su perfección y a su posible eficacia, al transmitirse esa obra sin los defectos que son inherentes a la condición humana. Hay que agradecer el que se nos muestren nuestras deficiencias o errores; si es cuando todavía hay tiempo de rectificar, tanto mejor. Pero hay que agradecerlo también cuando la mejoría se refiera a la pervivencia de nuestro nombre y nuestra obra.

A última hora se trata de mantener una actitud positiva y abierta; confiar en la realidad sin preocuparse demasiado de sus huecos.

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