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Acoso postal
Se está convirtiendo en un problema, al menos para las personas que tienen un mínimo de notoriedad, porque ejercen alguna actividad pública: el acoso postal invade la vida privada, merma el escaso tiempo de que se dispone y termina por engendrar malestar. Parece que se da por supuesto que todo el mundo tiene secretarios que se enfrentan con la masa que cada reparto deposita en nuestras casas; pero no tiene por qué ser así.
El correo con que se nos bombardea se compone de muy diversas categorías. La más infrecuente es la que me sigue pareciendo atractiva, pero que está en trance de desaparición: las cartas personales, las que se dirigen a uno para hablar de algo que tiene significación para el que las escribe y para el destinatario. La verdad es que son muy pocas, porque se prefieren otros medios de comunicación, olvidando que en las cartas se dicen cosas muy importantes que sólo en ellas son posibles, y de una manera única.
La mayoría de las cartas interesan solamente al que las envía; si llevan la mención "urgente", es casi seguro que son importunas. Casi todas son impersonales; proceden de diversas instituciones, con las cuales el destinatario no tiene relación, ni deseo de establecerla. Con notoria mayoría, de lo que se llama "organizaciones no gubernamentales" (ONG), expresión que por su carácter negativo cubre cualquier cosa, desde una asociación benéfica o las monjas de clausura hasta cualquier mafia o grupo terrorista.
Hay también las cartas de personas desconocidas y que muestran diversos grados de anormalidad, desde una ligera excentricidad hasta la demencia evidente. Hay casos que revelan una extraordinaria riqueza de tiempo libre, que permite una frecuentísima incontinencia epistolar.
Añádase a esto el volumen de las "invitaciones" a todo: exposiciones, conciertos, conferencias, presentaciones de libros, inauguraciones, etcétera. Se reciben diariamente las que agotarían la jornada, y que normalmente son incompatibles. Algunas instituciones, que deben de disponer de recursos económicos cuantiosos, cuyo origen sería interesante conocer, organizan varios actos por semana, lo que da la impresión de que el país cuenta con posibilidades inagotables, más o menos literarias o artísticas.
Y hay que hacer constar un refinamiento: de estas invitaciones se reciben casi siempre tres, cuatro o cinco ejemplares idénticos. Hay una institución que envía invariablemente cinco sobres iguales, que contienen la misma invitación, aunque sea siempre inútil. Pienso en el despilfarro de dinero, tiempo y trabajo que esto supone. En los casos en que se trata de alguna actividad artística, me sorprende el lujo desplegado en ilustraciones que supongo costosísimas.
En cambio, un rasgo muy frecuente es la dificultad -casi imposibilidad- de leer lo enviado. Parece que los diseñadores consideran poco elegante la claridad. Cada vez es menos frecuente encontrar algo bien impreso, enérgicamente entintado, con tipos legibles y sobre papel blanco. Lo probable es que, sobre papel coloreado -en los periódicos eso que se llama "reciclado"- se imprima tenuemente con letras microscópicas. Incluso catálogos, cuya única misión debería ser la lectura fácil y el estímulo para la compra de lo anunciado, son apenas legibles.
El correo que llega cotidianamente suele incluir lo que llamaríamos "artillería gruesa": revistas ilegibles por su contenido, que pueden ser verdaderos libelos o lo que el viejo humorista Juan Pérez Zúñiga -el de los "Viajes morrocotudos"- llamaba con feliz expresión "desahogos particulares"; libros cuyo autor no se ha molestado en pensar si el destinatario podrá leerlos; originales escritos con computador, que pueden alcanzar las seiscientas páginas, con la pretensión de que sean leídos y comentados...
Algunas cartas de las que trae el correo son interesantes y conmovedoras. Proceden de personas que han leído algún libro, o algunos artículos, o han oído una conferencia, y se han interesado por las ideas expuestas, que han despertado en ellas un eco vivo. A veces son personas de modesta condición, con formación cultural muy elemental, pero con admirable capacidad de comprensión y reacción. Recuerdo una carta, no ya plagada de faltas de ortografía, sino simplemente sin ortografía -y que no se vanagloriaba pedantescamente de ello-, pero admirablemente pensada y contada, a la que me apresuré a contestar con la mayor estimación y gratitud.
Esta es la porción de correo que no acosa, sino, por el contrario, reconforta y da esperanza. Algunos tienen la delicadeza de añadir que no esperan respuesta, incluso la eluden al omitir su dirección, porque piensan la probable escasez de tiempo del destinatario. Se siente el eco del trabajo propio, se establece un vínculo personal con lectores u oyentes, que así se suman a los amigos, a las personas cuyas cartas se esperan y desean, que enriquecen la vida.
El correo es algo precioso, y creo que nada puede sustituirlo. Las cartas de amistad o de amor son insustituibles, aun en los casos en que la comunicación oral y en presencia es el núcleo principal. Se escribe lo que no se dice, y en una forma nueva que me parece irrenunciable. Dedico a esto parte considerable de mi tiempo, a costa de otras ocupaciones utilitarias o del descanso. A veces arranco unos minutos cada día, en viajes ajetreados, para mantener una comunicación personal que me parece única y necesaria.
Por eso me parece imperdonable el "abuso" del correo, el convertirlo en acoso, invasión de la intimidad, depredación de esa realidad tan limitada que es la vida privada. Antes de escribir, antes de enviar algo, conviene pensar si es necesario o conveniente, si es oportuno, si es una atención o una injuria, algo que se debe agradecer o que produce fatiga o malestar.
Y lo que se envía, mándese una sola vez. Las técnicas actuales, y sobre todo la burocracia, permiten la multiplicación estéril, ofensiva para el que es objeto de ella.
El origen de gran parte de esto es la "moda" seguida servilmente y no resistida. En la inmensa mayoría de las cartas de instituciones, con membrete, la dirección y demás datos se ponen invariablemente en una línea al final, en el mismo borde y con letra apenas legible. La estupidez existe, pero no debe ser aceptada si se quiere evitar la condición de rebaño. Como en tantas cosas, desde la política hasta los usos más elementales, en todo el tejido complejo de la vida humana, lo decisivo es que las personas se comporten como tales, se paren un momento a pensar, decidan por sí mismas lo que les parece bueno o malo, admirable o despreciable, y obren en consecuencia. Se está difundiendo una extraña pasividad que lleva a deglutir lo que se sirve, como algunos animales hacen con el pienso -y aun así, suelen distinguir según su especie-. Si así no fuera, ¿cómo podrían prosperar los programas, coloquios o debates de televisión que se ofrecen, cada uno de los cuales supera al anterior en zafiedad y mala intención? Es otra forma de acoso, esta vez audiovisual, más limitado en su origen, más eficaz en sus consecuencias, que el acoso postal.
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