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Los calificativos de la vida

Ahora que nos disponemos a recordar el 98, cuyo centenario se aproxima, cuando ya se ha empezado a estudiar, y por cierto muy bien, aquel momento histórico, y sobre todo la significación de los autores de la llamada generación del 98, conviene que no olvidemos a uno de ellos, eminente, que no nació en España, sino en Nicaragua, pero que fue miembro de pleno derecho de esa generación: Rubén Darío.

Hace casi cuarenta años estudié con bastante detenimiento esa indiscutible pertenencia, y lo que aportó a la literatura, con la precocidad propia de los poetas. Veinte años después volví a considerar expresamente la conexión de Rubén Darío con esa generación, que sin él queda esencialmente incompleta.

Rubén Darío, a mi juicio la más extraordinaria aportación de Hispanoamérica a la literatura, está un tanto olvidado. Se puede leer -y no se lee demasiado- su poesía; no es fácil leer su prosa, tan interesante. Por extraño que parezca, no hay una edición decorosa y accesible de su obra.

Incluso la poesía de Darío pertenece al momento histórico en que la poesía dejó de ser "popular", en el sentido en que lo había sido durante el siglo XIX. Pasó a ser minoritaria, lo cual tuvo algunas ventajas y no pocos inconvenientes: tal vez ventajas para la poesía misma y desventajas para la sociedad que dejó de nutrirse de ella, de sus "vitaminas líricas", con riesgo de escorbuto moral.

Unos cuantos poemas de Rubén Darío, muy pocos, fueron populares; dieron de él una imagen superficial, que no corresponde a lo que llevaba dentro. Valdría la pena una lectura atenta y despaciosa, que no pasara por alto lo que son ciertas experiencias profundas, algunas intuiciones que brotan del temple desde el cual escribía, de la actitud en que se situaba, en sus mejores momentos, para ver la realidad.

Una de las grandes conquistas de nuestro tiempo, acaso la mayor, ha sido el descubrimiento de lo que es la vida humana; ha correspondido primariamente, como era de esperar, a la filosofía, y ello ha estado a punto de hacer admirable y creador al siglo XX. Y digo que ha estado a punto porque en sus decenios finales se ha operado una renuncia a lo ya visto, una regresión hacia la prehistoria, una reducción de lo humano y por tanto personal a sus recursos, a sus soportes biológicos, a la condición, tan absolutamente ajena, de "cosa", que hoy incomprensiblemente triunfa en casi todo lo que se dice y escribe -y no digo "piensa", porque es impensable-.

Por supuesto Rubén Darío no fue filósofo, no tuvo doctrina alguna, no formuló ninguna teoría. Y sin embargo... Desde su instalación vital, desde ese temple poético, se enfrentó varias veces con esa realidad que era la suya, la de la vida humana, y dijo algunas cosas que me parecen preciosas. Un verso memorable dice así:

La vida es dura, amarga y pesa

Acaso es lo único que se recuerda. Pero Rubén no se quedó ahí. Es más, reflexiona -sí, reflexiona- sobre lo que ha visto y dicho en otras ocasiones, lo cual revela el alcance que daba a lo que veía y pensaba sobre la vida. Es inconfundible ese carácter en esta estrofa:

Cuando yo iba a montar ese caballo rudo
y tembloroso, dije: "La vida es pura y bella",
entre sus cejas vivas vi brillar una estrella.
El cielo estaba azul, y yo estaba desnudo

Todavía no termina aquí la historia. Rubén vuelve a formular su sensación radical ante la vida, con un inequívoco matiz de nuevo enfoque, de probable rectificación o recapitulación. Dice así:

Mientras tenéis, oh negros corazones!
conciliábulos de odio y de miseria,
el órgano de amor riega sus sones.
Cantad, oíd: "La vida es dulce y seria"

No puede ocultarse el empeño que Rubén Darío pone en sus palabras; no son un capricho, una frivolidad, una mera ocurrencia; vuelve sobre las anteriores, las cita, las rectifica o matiza, las completa. Probablemente todas son verdad, pero ninguna de las fórmulas es suficiente. "La vida es dura, amarga y pesa". Sin duda es así, y lo sentimos con fuerza en muchas ocasiones; es algo que forma parte de ese conocimiento esencial que es, precisamente, la "experiencia de la vida". Pero ésta es múltiple, tiene facetas, etapas, tonalidades diversas. "La vida es pura y bella". Una nueva evidencia que se superpone a la anterior, corrige su amargura, abre un camino a la esperanza que se muestra como algo accesible. Todavía va a añadir algo, quizá más profundo, más justo, precipitado de hondas experiencias: "La vida es dulce y seria".

Qué hallazgo! Rubén proclama, junto a la dulzura, la seriedad de la vida. Es lo que ésta es siempre: aun la más triste, la más torpe, la más desastrada, en el fondo es algo "serio". Toda vida lo es, porque ello pertenece a su condición personal, dramática, única, irreductible a toda cosa.

Rubén Darío, tan poco teórico, lo descubre con extraña clarividencia. Es un caso de lo que tan interesante me parece: el "pensamiento literario". Cuando se descubre alguna consistencia y hondura en un escritor, en un poeta, se le atribuye una filosofía que probablemente le era ajena; así, Antonio Machado, que no fue un filósofo, pero que como poeta tuvo un apasionante pensamiento literario.

Los poetas, cuando lo son, hacen prodigiosos descubrimientos. Me entusiasman los versos de Jorge Manrique, las palabras que pone en boca de su padre cuando la muerte lo visita en su villa de Ocaña para anunciarle su inminencia:

Y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura.
Que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera
es locura

¡Qué tres adjetivos aplicados a la voluntad de aceptar la muerte! Placentera, clara y pura. En ellos se descubre el sentido de la muerte para quien lo dice, y eso refluye sobre todo lo anterior, iluminando el sentido de la vida.

Rubén Darío, por su parte, encuentra preciosos adjetivos que califican la vida: dura, amarga, pesada, dulce y bella, finalmente, dulce y seria. En último término nos propone quedarnos con la dulzura y la seriedad de la vida. Si se mira bien, el pensamiento más riguroso podría aceptar y hacer suyos los calificativos que Rubén Darío va aplicando a la vida a medida que va viviendo y contemplando la suya.

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