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La medida del hombre

Famosísima es la frase del ilustre sofista Protágoras, mil veces interpretada, casi siempre con superficialidad: "El hombre es la medida de todas las cosas; de las que son, en tanto que son, y de las que no son, en tanto que no son". En un ya antiguo libro, que acaba de reeditarse, "Biografía de la filosofía", comenté minuciosamente ese pasaje y traté de indagar su significación.

Baste decir que Protágoras no hablaba de los "entes" (ónta), de la consistencia de las cosas, sino de "Khrémata", "cosas" en el sentido de las cosas de la vida, de los "asuntos" de que se ocupan los hombres. Es el hombre quien descubre su sentido, quien les da su "medida" y función, su mesura frente a la posible desmesura. En definitiva, descubre lo que "son" o no son.

De un modo o de otro, desde muy diversas perspectivas, la humanidad -por lo menos su porción occidental- ha seguido pensando durante dos milenios y medio que el hombre es la medida de las cosas. Estaba reservada a nuestra época la inversión de la visión de Protágoras. Ahora se propende a interpretar al hombre desde las cosas, a medirlo por ellas. La tendencia es ya antigua, y valdría la pena indagar cuándo se inicia, y por qué. Los sofistas tuvieron su tanto de culpa, porque mezclaron con su talento y su indudable acierto una dosis de error: la renuncia a la verdad, la indiferencia a ella, en favor de la mera "opinión", la confianza en la retórica, que permite persuadir de algo y de lo contrario -riesgo permanente de la democracia, desde Atenas-. La justa reacción contra los sofistas, en nombre de la verdad, en Sócrates, Platón y Aristóteles, los desacreditó y enturbió lo que en ellos había de acierto que hubiera debido salvarse.

Pero cuando se consolida la tentación a ver al hombre desde las cosas, a medirlo por ellas, es el momento en que se afirma el empirismo, cuyas consecuencias han sido enormes, desproporcionadas con su modestia intelectual. Desde el siglo XVII, ya de modo eficaz en el XVIII, con una serie de equipos que se van relevando desde entonces, se acentúa esa tendencia, que hoy domina sin que acabemos de darnos cuenta de ello.

Se mide al hombre por las cosas que lo rodean, por las que posee o le faltan, por las que hace. Se juzgan las épocas, las formas de vida, los países, por su número, su riqueza, sus recursos. Con ese criterio, la Grecia entre Homero y Aristóteles sería una insignificancia, y la lengua griega algo desdeñable al lado del "swahili" o el náhuatl. La visión estadística de la realidad ha introducido una incalculable deformación de la perspectiva, precisamente por suponer que se la puede reducir a lo calculable.

Incluso cuando se piensa directamente en el hombre, se atiende casi exclusivamente a lo que tiene de "cosa", lo que no es más que ingrediente de su realidad total. Se piensa en sus "dotes", en aquellos recursos de que dispone, a pesar de que lo decisivo es lo que hace con ellos. Lo que cuenta es el repertorio de los dispositivos físicos y psíquicos, lo que es mensurable y cuantificable, olvidando que, precisamente de manera global, y por tanto "estadística", la humanidad es bastante semejante -y esa es la raíz del denostado "racismo", que reaparece con diversos disfraces.

Porciones de humanidad que en ciertos momentos de su historia han sido asombrosamente creadoras, han carecido de ese carácter antes y después, durante siglos o milenios, a pesar de la persistencia de los factores étnicos, porque lo que ha cambiado ha sido el proyecto vital, la pretensión de los individuos a lo largo del tiempo, lo que han entendido por el verbo "vivir", lo que han imaginado y se han exigido. Continentes enteros, que serían semejantes a otros desde el punto de vista psicofísico, del análisis de los recursos, presentan un balance creativo apenas perceptible, sin comparación con el de fracciones mínimas de la humanidad.

Habría que medir al hombre desde sí mismo, desde su condición propia, de lo que es y pretende ser, no de lo que posee o con lo que cuenta. Es lo que tenemos presente en el trato efectivo entre humanos, cuando es personal, cuando nos abandonamos a la espontaneidad, a la verdad de lo que somos. Esa realidad consiste primariamente en la memoria, y esto quiere decir desde dónde vivimos, desde cuándo, por lo pronto según nuestra edad, pero no solo, sino también nuestra memoria histórica. El que no sabe de dónde viene, qué le ha pasado antes de nacer, el que desconoce su historia, es un "primitivo", por muchas noticias que haya almacenado. No digamos si ha suplantado su historia verdadera por una falsificación, si ha llenado su propia realidad de errores, si la ha convertido en algo, ni más ni menos, inexistente. Esta es la suma pobreza, la indigencia que no se refleja en ninguna estadística.

El hombre es alguien que habla, parlante, elocuente, y lo hace en una lengua, en la medida en que la posee y la usa, no ya individualmente, sino como uso histórico y social, como la lengua en que vive y está instalado -si lo está-, contando con lo que se ha dicho y escrito en ella, en continuidad o discontinuidad, según lo que en ella se puede leer. A esto es a lo que hay que atender si se quiere ver humanamente al hombre.

Otro tanto habría que decir de sus destrezas de todo tipo. El deporte por una parte, los estudios psicofísicos por otra, han contribuido a una "cuantificación" que me parece muy peligrosa. Se ve a los hombres, hasta donde es posible, como máquinas; olvidando que los computadores son creación humana, sólo inteligible desde ciertos proyectos de algunos hombres, se aplican a éstos los criterios que proceden de sus obras, y se intenta que refluyan sobre sus inventores y creadores. Si los hombres fueran como se supone, no habrían sido capaces de inventar lo que de hecho, desde su propia realidad única, han inventado. Una vez más, las cosas funcionan como la medida del hombre.

El inquietante concepto de "superdotado" es revelador. ¿Es eso lo que verdaderamente interesa? Personalmente, más que esas dotes me importa lo que se puede hacer con ellas. Un niño, mejor o peor "dotado", puede ser desigualmente curioso, responsivo, cariñoso, capaz de apego, de amor. Esto es lo que verdaderamente cuenta, lo que es difícil de medir y catalogar, lo que se olvida fomentar y cultivar.

Y ello a lo largo de toda la vida, desde la primera infancia hasta la vejez. Los antiguos se pasaron buena parte de su tiempo pensando en la vejez. Son muchos los tratados "De senectute"; ahora que son tantos los que llegan a esa edad y se instalan, tal vez muchos años, en ella, ¿cuánto se piensa sobre ella? Sobre lo que se es, lo que se recuerda y recapitula, lo que se espera, lo que se proyecta -sí, porque se sigue proyectando y se recuerda y se cuenta desde los proyectos-.

Hay que devolver a Protágoras lo que le es debido, sin quedarse en lo que tuvo de error. Hay que repensarlo desde la verdad, sin renunciar a ella pero sin olvidar lo que vio con extraña perspicacia, sin invertir su admirable acierto.

Ahora en...

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