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Conjura contra la vista

Quiero dar la voz de alarma, antes de que sea demasiado tarde: se está produciendo una universal conjura contra el sentido corporal más valioso, aquel que nos da el "mundo" como tal, el de la vista, y que está poniendo en peligro la posibilidad de leer -no me extrañaría que esto se buscase directamente-.

Desde la invención de la imprenta, la lectura se difundió de manera extraordinaria, pasó a otro orden de magnitud, con inmensas consecuencias de todo género. Desde fines del siglo XV hasta muy avanzado el XVII, los libros españoles eran fáciles y gratos ante los ojos. Los últimos decenios de este siglo fueron de bastante decadencia de la imprenta, pero en el siglo XVIII alcanzó una época gloriosa: la Imprenta Real, Ibarra, Sancha, Salvador Faulí en Valencia, nos dejaron admirables ediciones, en papel que ha resistido el paso de los siglos, con nobles tipos bien entintados. Un placer para los ojos. En el siglo XIX hubo de todo, como en la viña del Señor, pero en general se mantuvo el decoro, y lo mismo en los primeros decenios de nuestro siglo.

A raíz de la Primera Guerra Mundial se puso de moda un papel algodonoso y bastante deleznable, pero muy blanco y que recibía bien la tinta y era cómodo para la lectura, aunque no prometía mucha duración. Así, las primeras -tempranísimas- traducciones de Freud, del conde de Keyserling, de tantos otros. Al acabar la guerra civil se usó un papel horrible, que yo llamaba "imperial", adjetivo entonces prodigado y que aplicaba también a aquellas bolas de pan amarillento y verdoso, sin duda con más maíz del deseable. Pronto papel y pan mejoraron y se normalizaron.

Lo peor nos estaba reservado para estos últimos años, y no por penuria y escasez, sino por moda. Ante un libro reciente, hay que preguntarse si merece ser leído; pero antes, si se lo puede leer. Es muy frecuente que el papel no sea blanco, sino de cualquier tono en el que no contraste la impresión. Es de temer que ésta no sea en negro, sino en algún gris desvaído, con un entintado precario. Por si faltaba poco, el tipo de letras suele ser minúsculo. En mi último libro he pedido a los editores encarecidamente que no sea, y he recibido incontables manifestaciones de alegría y gratitud. ¡Por fin, un libro que se puede leer cómodamente!

Se busca una justificación económica, así como a la escasez de márgenes: muchos libros casi carecen de ellos, y las dos páginas enfrentadas quedan tan juntas, que hay que abrir enérgicamente el volumen, hasta que se despega -por supuesto, no está cosido- y las hojas hacen su vida independiente. Pero además lo económico no cuenta: todo eso coincide con el lujo, el despilfarro, en libros publicados por instituciones autónomas o europeas, costosísimos pero debidamente ilegibles -que es quizá lo que se busca-.

Si de los libros pasamos a las revistas y periódicos, las cosas más bien se agravan. El papel que usan -probablemente "reciclado"- se resiste a recibir la letra impresa. La tinta utilizada suele ser de una palidez comparable a la de los jóvenes románticos. Si la información o el artículo tienen una extensión que rebase lo mínimo, esto se compensa con la letra pequeña, apta para vista de lince pero no para las que solemos usar los mortales. Se puede recurrir a la lupa, pero esto es enojoso, y casi siempre se prefiere renunciar a la lectura. Ahora que se mide todo, ¿no valdría la pena averiguar qué porciones de los periódicos son leídas, y por qué?

Capítulo aparte son los textos que ofrecen diversas instituciones. Hace poco me envió un banco un largo texto impreso en rojo sobre papel pajizo, del que no pude leer absolutamente nada. Lo mismo ocurre con todo género de invitaciones, convocatorias, hasta catálogos, cuya única finalidad parece ser la lectura que incite a comprar lo anunciado.

Las cartas institucionales con membrete, imprimen invariablemente los datos -dirección, teléfono, fax, etcétera- en una última línea junto al borde inferior, en una letra microscópica, ilegible a simple vista.

¿Por qué todo esto? Hay ya demasiados motivos para no leer los "contenidos" de gran parte de lo que se imprime. Innumerables libros no son dignos de leerse, y asombra que hayan alcanzado extraordinarias tiradas -esta palabra puede sugerir un destino adverso y justo-. Otro tanto se puede decir de informaciones falsas, comentarios y artículos que nunca debieron escribirse. Me produce asombro que algunos autores, de prestigio por parte de su obra anterior, no tengan inconveniente en tirarlo por la borda, al servicio de cualquier causa o interés que por supuesto no lo merece. Se cambia todo eso por cualquier tipo de plato de lentejas, que suele estar, además, vacío.

Desde lo material hasta los contenidos intelectuales -y morales- se advierte una gigantesca manipulación que está poniendo en peligro casi todo lo que vale la pena. Se preguntará por qué he unido cosas tan dispares, desde las que parecen superficiales y sin importancia hasta las que afectan a lo más profundo. Creo que hay una raíz común: la voluntad de manipulación de unos, la pasividad de los más. Unos cuantos, con amplios recursos y sobre todo esa palabra mágica, "organización", hacen lo que quieren con inmensas mayorías que se dejan hacer.

El ejemplo más claro, y que también envuelve la vista, aunque no la lectura, es la televisión. No es fácil imaginar un grado de abyección mayor que el que se ofrece a diario, hora tras hora, con cualquier pretexto. Parece imposible que haya equipos que se presten a renunciar a todo lo que en sus vidas individuales pudiera ser estimable, para exhibirse día tras día en coloquios o debates degradantes. No se comprende tampoco la existencia de esos públicos que llamo "amaestrados", caja de resonancia inmediata de todo eso. Y detrás están los espectadores que aceptan todo eso, los anunciantes que lo sostienen, los ingenuos compradores que depositan ovinamente su dinero para hacer posible todo eso.

Como siempre, desconfío de las disposiciones oficiales, aunque son debidas y tienen que ser certeras; no digamos mi aversión a todas las censuras. Mi única esperanza está en que las personas reaccionen desde sí mismas, se atrevan a decir "no" y, sobre todo, lo ejecuten con sus actos. El cesto de los papeles es el destino justo de todo lo que no se debe -o no se puede- leer, desde los libros hasta los periódicos o la propaganda, desde las invitaciones hasta los catálogos. En toda televisión hay un botón que permite apagarla.

Sobre todo, hay que hacer un balance positivo de lo que se puede estimar, de aquello que merece confianza, de las instituciones o personas que son dignas de estímulo y admiración. ¿Por qué no decirlo y, más aún, obrar en consecuencia? Se encontraría que son una mayoría, muy superior a lo que nos parece indecente o despreciable. Esto "cunde" extraordinariamente y amenaza con cubrir el horizonte; pero es un error: el conjunto es muy aceptable, y permite seguir viviendo con decoro y esperanza.

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