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Admiración exigente

Uno de los rasgos más reveladores de la vitalidad y salud de un país es su capacidad de admiración. Cada uno de los países con personalidad pasa por fases en que esa capacidad varía, y más aún la complacencia o resistencia que se siente para ejercerla. Y, por supuesto, en diversas formas, afecta al pasado y al presente. Si se admira lo que se ha hecho en otras épocas, se lo posee y estima, sirve de estímulo y ejemplo. Si se lo envuelve todo en una mirada desdeñosa, la consecuencia es la pobreza.

Esta última es una actitud frecuente en España, por lo menos desde hace un par de siglos. Hay personas que se creen "listas" y se llenan de satisfacción cuando niegan el valor de los demás. Se da por supuesto que los que han regido los destinos españoles durante varios siglos eran nulidades o mediocridades que no merecen ni un recuerdo; si se piensa que ejercían funciones complejas y delicadas que envolvían medio mundo, a ambos lados del Atlántico y hasta en el Pacífico, es difícil admitir que así fuera. De vez en cuando un historiador -probablemente extranjero- muestra que algunos de esos gobernantes desdeñados eran de la talla de los más famosos de Europa, acaso superiores a ellos.

Algo semejante sucede con las obras creadas por escritores, pensadores, arquitectos, pintores, músicos. Hay una variedad humana a la que "le duele" admirar, y le parece equivalente de que le saquen una muela. No digamos si se trata del prójimo reciente, a quien acaso se ha conocido, o del que tiene la osadía de estar vivo y seguir haciendo algo que acaso tenga algún valor.

La incapacidad de admirar es un pésimo negocio. El que no admira no se enriquece con eso que es admirable y que está ahí, a su disposición, que puede ser "suyo". En nuestro tiempo ha habido un ejemplo particularmente instructivo: Ortega. Los que han estado dispuestos a ver su genialidad, si existía, la han percibido y la han asimilado en la medida de lo posible, se la han apropiado, es decir, la han hecho propia y le han permitido germinar y propagarse. Los que no han querido admitir esa posibilidad, naturalmente no la han visto, y no ha existido para ellos. Hay muchos intelectuales "preorteguianos", en cuya obra no hay huella de aquello que hubiera podido hacerla más rica y fecunda. Es sólo un ejemplo entre muchos, pero de los más claros.

Pero ocurre que por diversas causas, no siempre limpias, esa propensión se interrumpe. Hay figuras a las que se decide admirar de una vez por todas y en bloque, con los ojos cerrados. Se decreta que ha habido y hay algunos creadores extraordinarios, y todo en ellos es admirable. Una vez Ortega, hablando -con admiración y reservas- de Unamuno, dijo:"Conviene que tengamos fauces discretas." No es mala norma, y hay que aplicarla a todos, incluido el propio Ortega. Le he tenido, y cada vez más, una admiración inmensa, lo que me ha permitido poseer su obra y acaso dar algunos pasos más allá. Pero hay algunos puntos en que creo que Ortega no tenía la suficiente información -acaso por no existir en la fecha en que escribía-, o que se equivocaba, o que se dejaba arrebatar por un impulso momentáneo o por el malhumor, tan peligroso. Es muy probable que sea yo quien ha hecho los reparos más serios a algunas ideas de Ortega, después de cumplir con lo que nos pedía a mi mujer y a mí: "Cuando crean ustedes que no tengo razón, no les pido más que una cosa: que le den otra vuelta antes de decidir".

Nada es tan estéril y funesto como la beatería. Cuando se decreta que alguien es perfecto y siempre admirable, se le hace el peor tercio, se lo deja de entender, de pensar, de aprovechar para algo lícito y decente. En los siglos pasados, y por supuesto en el nuestro, ha habido muchos españoles valiosos, extraordinariamente creadores y que son nuestra principal riqueza. Pero hay que examinar esas obras con atención, con devoción tal vez, pero con exigencia, poniéndolas a prueba, separando el acierto del error o la deficiencia, reteniendo lo que puede y debe quedar.

Si no se hace esto, el posible lastre, lo que pueda haber de escoria, arrastrará el conjunto hacia el olvido o el desprecio. Esa admiración abstracta y sin crítica engendra la decepción, que puede llevar al desinterés y el abandono. Este peligro aumenta a causa de la torpe manía actual de publicar todo papel que se encuentra de los autores sobre los que se ejerce la beatería. Textos inmaduros, "anteriores" a la realidad de esos autores; o seniles, de un tiempo de decadencia; o resultado de pasajeros momentos de fanatización e inautenticidad, o de presiones a las que cedieron.

Todo eso se añade a su obra efectiva, la recubre de tal modo que a veces la hace imperceptible. Hay intelectuales que han escrito muy poco, lo que era su derecho y quizá su destino, y que hoy se presentan convertidos en interminables volúmenes.

Pero la cosa es aún más delicada. Dentro de la obra verdadera de autores pretéritos o presentes, ¿es todo igualmente valioso? El tiempo ha solido ir depurando las obras humanas, y por eso es tan difícil descubrir un genio desconocido. En el pasado cercano o entre los vivos es más probable la confusión.

Hay autores que han tardado en madurar, en ser quienes realmente tenían que ser. El volumen de poesías de Rubén Darío contiene una mitad anterior a "Azul..." (1888), que era su prehistoria, casi todo resonancias de poetas españoles de su tiempo. Desde ese momento, pero no antes, fue un creador genial y fecundísimo.

En otros casos, por el contrario, un autor, desde cierto momento, ha dejado de tener inspiración, o de esforzarse, o ha decaído por causas fisiológicas o biográficas. No es lo que era, y hay que tenerlo en cuenta. El que era admirable hasta cierta fecha, luego ha dejado de serlo, o sólo esporádicamente, de vez en cuando.

Existen las "manías", las obsesiones y fijaciones a las que algunos no escapan. Hay intelectuales que se encariñan con una idea que creen haber descubierto y la aplican sin más, sin restricción, cuando se justifica y cuando es inaplicable. No digamos si ese autor es imperativo y colérico, si se enzarza en polémicas y disputas en que la razón queda en suspenso y se sustituye por una pasión que puede ser enfermiza.

En el conjunto de la obra de autores admirables e irrenunciables hay porciones que no resisten a un análisis riguroso. Si se toma todo en globo, sin distinción, la inevitable ruina de esas partes puede arrastrar la obra entera, lo cual sería una tremenda pérdida.

Hay que esforzarse en admirar, y hay que sentir la alegría de hacerlo; lejos de disminuirnos, es lo que más nos dilata y enriquece. Pero esa admiración tiene que ser exigente, tiene que pedir sus títulos a eso que pretende ser valioso. Si en ello nos va la vida, y así debe ser si se tiene vocación intelectual, no podemos arriesgarla en una cuerda que se puede romper o un puente que amenaza hundirse.

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