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Resistencia a la originalidad

La voluntad de originalidad suele ser perniciosa. He señalado hace mucho tiempo que se desarrolló en la segunda mitad del siglo pasado y ejerció una funesta influencia sobre casi todas las formas de creación, y muy especialmente en el arte, que se ha extendido, de manera creciente hasta el más reciente, del que temo que va a sobrevivir muy poco. A lo largo de la historia se ha creado dentro de un estilo vigente, y se ha intentado lograr algo verdadero o bello, que resultaba inevitablemente original si era auténtico, si emergía del fondo personal, siempre irreductible.

Pero hay un curioso fenómeno, de apariencia inversa, que es la resistencia a aceptar la originalidad, se entiende la ajena. He recordado la peregrina discusión, cuando se redactaba la Constitución sobre si el Rey debía ser "árabe o escandinavo", no, como dije entonces, español del final del siglo XX. He señalado también que la razón más profunda del desconocimiento de grandes porciones de la cultura española de nuestro tiempo en el extranjero es su frecuente originalidad, el ensayo de perspectivas distintas, que no se acaban de comprender. Es muy frecuente que cuando se habla ante un auditorio ajeno, los oyentes "traduzcan" lo que oyen a lo que ya saben, y no se enteren de la posible novedad. Acaso los americanos representen una relativa excepción.

Dentro de España y en general de la lengua española esa resistencia es evidente. Es constante el ejemplo de profesores y profesorcitos que omiten cuidadosamente toda referencia española a lo que se ha hecho en disciplinas en que esta aportación ha sido esencial, tal vez la más importante del siglo. Esto no es demasiado sorprendente, y tiene causas claras y que no importan.

Más interesante es otro aspecto de la cuestión, que afecta a los lectores o auditores "de buena fe", abiertos a lo que se escribe o dice, capaces de estimarlo y que muestran su acuerdo, incluso su voluntad de seguimiento y prolongación.

Con todo, esta actitud tan positiva y valiosa, tan inteligente, tropieza con una inesperada resistencia. Les resulta difícil instalarse en el punto de vista que han descubierto, comprendido, acaso admirado. Están de acuerdo con él, pero cuando siguen pensando conservan la vieja perspectiva tradicional, la que se ha alterado con una innovación considerable.

El peso de la antigua vigencia, de los hábitos mentales recibidos, es demasiado fuerte. Comprenden momentáneamente la novedad y "como tal" asienten a ella; pero luego "recaen" en los esquemas recibidos y, cuando piensan por su cuenta siguen viendo las cosas como antes. Lo problemático es que sea "por su cuenta"; precisamente eso es lo que falta; piensan por cuenta ajena, probablemente muy antigua, no repensada ni criticada, de la que no se han hecho nunca cuestión.

Mejor dicho, una vez: al recibir esa innovación a que me refiero, y que les ha podido parecer "evidente"; pero tan pronto como se apartan de esa evidencia, vuelven a los antiguos usos mentales y dejan marginado lo recién poseído.

¿Cuál es la causa de esta situación, bastante extraña si se piensa un poco en ella? Creo que la inveterada descalificación de lo español, el escepticismo respecto al valor de nada engendrado en España. Se está dispuesto a admirar y adoptar lo pensado, escrito, o pintado en cualquier parte, incluso con cierta pasividad que excede de lo razonable. Parece una vanagloria, casi una impertinencia, aceptar que nada español pueda ser nuevo, tal vez superior a lo que se ha hecho en otros lugares.

Sobre todo, cuando la innovación es profunda, como ha sucedido en el campo del pensamiento desde comienzos de nuestro siglo hasta ahora; y esa actitud hace dudar que esto vaya a seguir en el futuro. La mayoría de los españoles, después de comprender y admirar las innovaciones, no se "instalan" en la nueva perspectiva, no siguen viendo la realidad desde ella, y por eso mismo no la desarrollan y prolongan con lo que podrían ser sus "propios" descubrimientos. Hay una impresión desazonante para el que se siente comprendido, más aún, con una adhesión evidente en torno, pero al mismo tiempo "solo", sin consecuencias, o muy escasas. Se pregunta si ese esfuerzo, a pesar de su éxito aparente, vale la pena.

Los libros de pensamiento, en el sentido estricto de la palabra, sin adherencias políticas o de moda, sin pertenecer al "circuito" de la fama automática, son más leídos en español que en la mayoría de las otras lenguas; pero las consecuencias son muy limitadas, vacilantes, y no llegan a consolidarse, lo que pone en grave peligro su porvenir. No sólo en filosofía, aunque desde luego en filosofía, en todo lo que puede llamarse "pensamiento" y no acumulación de datos o noticias, la innovación española del siglo XX es considerable. En lingüística, literatura, historia, sociología, interpretación del arte, se han dado pasos decisivos, rara vez alcanzados en otras partes. Para poner un solo ejemplo, que empieza a ser remoto, hace ya varios decenios que señalé la innovación de Menéndez Pidal en cuanto a los "métodos" de indagación y pensamiento; se le reconocía -ahora se le regatea- su prodigioso saber, sus innumerables descubrimientos de hechos. Mostré que había algo más: una manera nueva de entender la sociedad y la historia, por cierto convergente con otros pensamientos independientes. Comenté su libro "Poesía juglaresca", su concepto del "estado latente" y otras cosas. Menéndez Pidal tuvo una sorpresa agradecida, pero temo que no pasó nada más, que su aportación ha sido escasamente aprovechada.

Lo que falta es la "posesión" de eso mismo que se ha visto, comprendido, admirado, momentáneamente aceptado. No se lo hace "propio"; no se lo asimila para vivir desde eso que parecía adquirido e incorporado. La presión social, la inveterada descalificación, es demasiado fuerte. Casi nadie se atreve a instalarse en algo que no venga de fuera, aunque su intelección sea muy problemática, su verdad dudosa.

Hay algo más. El pensamiento español de este siglo, desde sus comienzos hasta hoy -si se exceptúa la reciente pedantería-, es claro, inteligible, controlable, capaz de mostrar sus títulos de verdad. Eso lo hace sospechoso. Muchos piensan: eso que entiendo tan bien, ¿puede ser importante? Cuando se lee o escucha algo oscuro y poco inteligible, se le atribuye fácilmente importancia, y la participación en ello, aunque sea pasiva, da una elevada idea de uno mismo.

¿Será posible superar esta situación? ¿Se tomará posesión de lo que pertenece? Se entiende, posesión crítica, después de ponerlo todo a prueba. He recordado que en nuestra época de estudiantes, hace cosa de sesenta y cinco años, nuestro entusiasmo por Ortega era crítico, yo diría implacable. Porque sentíamos que en ello nos iba la vida; por lo pronto la intelectual; pero si es auténtica se confunde con la otra.

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