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El reverso de la medalla

Cada vez me parece más evidente la justificación de la norma que propongo, tanto para la vida privada como para la pública, y por supuesto para la internacional: "No hay que intentar contentar a los que no se van a contentar". No pasa un día sin que se confirme, a todos los niveles, la validez de esta sencilla fórmula, que podría ahorrar muchos errores y no poco quebrantos.

Entre estos últimos figura uno, decisivo, y que rara vez se tiene en cuenta: los esfuerzos que se hacen para contentar a los incontentables -que lo son constitutivamente y por principio- suelen descontentar a los que son capaces de ser contentados, o acaso están ya contentos. Las personas individuales pueden sentirse heridas por esa conducta: en nombre de los irreductibles sufren perjuicios, o se sienten preteridas, tal vez desdeñadas. Las concesiones que se hacen sin resultado -penas de amor perdidas- menoscaban los derechos de otros, o sus expectativas, o bien presentan al que las hace a una luz desfavorable, que puede tener aire de complicidad, y que por lo menos enfría la adhesión y el entusiasmo que podría existir.

Es posible que un partido, por sus complacencias con los que siempre le serán hostiles, adquiera una imagen falsa, que puede desalentar a los que sentían estimación y adhesión hacia él, y haga que pierda entre sus partidarios el apoyo que, con manifiesto error, intenta conseguir de los que se lo negarán invariablemente, haga lo que haga.

En la vida internacional se hacen a veces enormes sacrificios -de atención, recursos económicos, elogios o disimulos, hasta riesgo de perder vidas humanas, todo ello en pura pérdida, para cosechar renovada hostilidad mezclada con desprecio por lo que se interpreta como debilidad, y quejas justificadas de países amigos o que pueden serlo.

Asistimos a diario al espectáculo de las quejas, los desplantes, las zafiedades y los gestos de desprecio de los que mantendrán esas actitudes, sea cualquiera la conducta de los demás. Como el fenómeno de la "bola de nieve" es constante, esas actitudes, que empiezan en la descortesía y terminan en la agresión, se van incrementando a medida que se prodigan los intentos de complacencia o "apaciguamiento".

En mi primera juventud sentía malestar por la conducta de las naciones que luego se llamaron "democráticas", sobre todo Francia e Inglaterra, respecto de la Alemania vencida en la primera Guerra Mundial. Los tratados con las potencias derrotadas, el de Versalles y los sucesivos, extremaron la dureza, y en algunos casos la mala voluntad y el afán destructor, como en el caso de la desmembración del Imperio Austro-Húngaro. Había entre los vencidos quejas y deseos de rectificación, impresión generalizada de injusticia. Los vencedores hicieron oídos sordos a las peticiones y reclamaciones, algunas muy justificadas al cabo de los años.

Pero cuando llegó Hitler en 1933 y descubrió la insolencia, la reclamación agria y hostil y la eficacia del "hecho consumado", las potencias democráticas empezaron a aceptarlo, a plegarse a ello, a hacer concesiones tras concesiones. Recuerdo muy bien que entonces dije: "A estas naciones les ha faltado generosidad y firmeza". Rechazaron las peticiones y se aguantaron con las exigencias y los malos modos de los que habían de ser -eran ya- enemigos implacables e irreconciliables.

Creo que hay que esforzarse siempre por complacer a los que lo merecen, incluso con sacrificios propios. La vida civilizada consiste en eso, y la generosidad debe ser una norma permanente. Hay que estar persuadido de que no se tiene nunca toda la razón, de que los demás tienen alguna, y hay que dársela; pero no hay que darles la que no tienen.

Sobre todo, hay que rechazar que se presente como razón la sinrazón. El ejemplo más claro e importante es la falsedad deliberada, la mentira pura y simple, como si fuera verdad. Nada irrita tanto a los profesionales de la mentira como la mostración de su carácter pernicioso; trátese de cualquier cosa, se sienten aludidos, y no les falta motivo.

El núcleo del problema, como tantas veces, es intelectual. La dificultad estriba en distinguir entre los que son susceptibles de iluminación, convicción, persuasión, de los que son capaces de ampliar el horizonte, de rectificar, y aquellos otros que consisten en la ciega obstinación de una fórmula, una pretensión o una manía.

No siempre es fácil, pero esa distinción es imperativa para tener una vida personal presentable, decente, con alguna posibilidad de acierto. Y si se trata de gobernar un país o de dirigirlo en medio de las complejidades del mundo, la claridad es absolutamente necesaria, y suele faltar.

Esto se advierte en las declaraciones de políticos o figuras internacionales, casi siempre las leo con desconfianza y poca esperanza, aun en el caso de que procedan de personas inteligentes y estimables. En primer lugar, es dudoso que procedan de ellas mismas, o bien de una comisión u oficina. En todo caso, suelen estar afectadas por lo que se llamaba "respetos humanos" -algo bien distinto del respeto a las personas-. Hay cosas que "hay que decir", aunque no se crea en ellas; hay otras que no es prudente decir, o que, más crudamente, no se pueden decir.

Se puede y se debe decir todo lo que "hay que decir", lo que las cosas, la situación o el asunto tratado, reclaman. Y es menester no decir, a ningún precio, lo que es falso. La condición primordial es saberlo; por eso he dicho que lo decisivo es la claridad intelectual.

Se puede estar más o menos dotado para ella. Si no se ven las cosas claras, se puede buscar alguna luz donde la haya. En todo caso, la proporciona la experiencia. con una sola condición: que se la tome en serio. El recorrido de lo que se hizo o se dejó de hacer en España entre 1920 y 1940 es desolador. Es increíble el número de torpezas, confusiones, frivolidades, obstinaciones y deslealtades que se cometieron en esos dos decenios, que comprometieron los siguientes.

Desde el presente, todo aquello parece claro. Se pudieron evitar casi todos los males que cayeron sobre nuestro país. Ni siquiera era demasiado difícil. Lo más grave es que "no se quiso ver" lo que estaba ante los ojos, lo que en muchos casos era rigurosamente evidente.

Intervinieron en la conducción de la vida nacional en aquellos años unos cuantos indeseables -o sus agrupaciones-. Pero había un crecido número de hombres inteligentes, a veces de excepcional talento, y de decencia notoria y buena voluntad. A muchos les faltó firmeza; a otros les sobró ingenuidad. Casi todos tomaron sus deseos por realidades. Pero ¿cómo no vieron lo que se podía ver? ¿Cómo hicieron caso omiso de la experiencia recibida, de lo que buscaban y prometían algunos?

Hace unos veinte años, cuando se discutía la Constitución escribí un artículo titulado "Los verdaderos programas". Me refería a las propuestas o enmiendas de los diversos partidos, triunfaran o no, lo que es secundario. Lo que querían era lo que de verdad eran, casi siempre está bien claro. Por ejemplo, ahora.

Ahora en...

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