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Proyectos sugestivos

Se ha discutido interminablemente, sobre todo desde el siglo pasado, acerca de qué es una nación, en qué consiste, qué define a cada una de ellas. Se ha hablado del territorio, la raza, la lengua, la religión. Un breve examen de la realidad muestra la insuficiencia de esos criterios, que cifran la existencia de una nación en lo que son "recursos" o ingredientes de una comunidad nacional, que pueden faltar y cuya presencia es insuficiente. Un rasgo común de esas ideas es que se refieren a elementos que pueden encontrarse, que acaso refuerzan la personalidad colectiva, pero que dejan fuera lo que tiene de más propio, es decir, lo rigurosamente personal, lo que, por serlo, tiene carácter dramático.

Lo más próximo a esto, propuesto algunas veces con mayor acierto, es la historia común. En efecto, lo que una sociedad ha hecho y le ha pasado es un vínculo estrictamente humano, capaz de dar coherencia personal. Pero se refiere al pasado, y eso no basta; puede ser el "terminus a quo", del cual se parte, en el cual se puede uno apoyar, pero esto no basta. Por otra parte, es menester precisar los límites y el alcance de esa historia, cuál ha sido el verdadero sujeto de ella. Tal vez se atribuye a una parte de una realidad más amplia, que ha sido el verdadero sujeto, y no sus diversas partes; o, a la inversa, se atribuye unidad y sustantividad a lo que no la ha alcanzado hasta que se ha realizado esa historia.

La vida humana no se puede reducir al pasado, ni individual ni colectivamente; es siempre innovación, anticipación, deseo, proyecto. Ortega tuvo la profunda visión, hace casi setenta años, de mirar hacia el futuro; una nación, pensaba, es "un proyecto sugestivo de vida en común". De su existencia depende la cohesión de las sociedades densas, saturadas, en las cuales se puede estar instalado, desde las que se puede imaginar e intentar realizar la propia vida dentro de una forma común, lo que podemos llamar un estilo.

Tiene que ser un verdadero proyecto; y además, no lo olvidemos, atractivo, capaz de ilusionar, acaso de entusiasmar, de movilizar los deseos y las voluntades individuales. Si no lo es, la coherencia decae, se inicia un proceso de apatía que lleva a la disgregación. "O sube o baja", tal era el emblema de Estado en Saavedra Fajardo.

No hace mucho di un largo curso sobre "Las formas de Europa";en él traté de determinar cuál había sido el estilo, el modelo vital, el proyecto de las naciones europeas que han tenido más fuerte personalidad, que habían sido los modos ejemplares de realización del hombre europeo. Con rivalidad -en los mejores tiempos, fraterna- que ha sido el motor de la perfección de Europa. Me sorprende e inquieta la casi total ausencia de esa actitud en la actualidad. Se avanza hacia una comunidad europea, primariamente administrativa y económica, pero con escasa admiración mutua, sin esa disputa por la ejemplaridad que, cuando se ha mantenido en términos moderados y civilizados, ha sido lo más vivaz y fecundo de nuestro continente. Los países europeos no luchan, disputan poco, pero se conocen mal y, sobre todo, ninguno de ellos intenta ser "el mejor".

La causa de ello es la escasa tensión proyectiva. Se tiene conciencia de que los mayores desastres europeos, las dos últimas guerras mundiales, sobre todo la segunda, se han debido primordialmente a los nacionalismos. Parece peligroso, casi una falta de educación, la afirmación de una peculiaridad, de un estilo propio de cada comunidad humana. La heterogeneidad parece pecado imperdonable. No se advierte que el nacionalismo es, literalmente, una enfermedad, la inflamación patológica de la condición nacional; por eso tiende a ser exclusivista y agresivo. Es decir, lo contrario de lo que veo como una orquesta en que cada instrumento tiene su propia voz al servicio de una partitura, es decir, precisamente de un proyecto.

Y éste tiene que ser atractivo, con capacidad de movilizar a los individuos hacia algo que les parece tentador, valioso, que "vale la pena". Ésta es la clave de la porción más amplia e interesante de la historia y, claro es, de un porvenir en que se pueda tener esperanza. Si miramos al pretérito se puede ver cómo cada uno de esos estilos humanos se ha afianzado, enriquecido y depurado, o por el contrario se ha marchitado y decaído. Algunos pueblos han permanecido fieles a su vocación, otros la han confundido o traicionado. Plenitudes y decadencias han dependido en parte esencial de lo que ha acontecido a esos proyectos. Lo que llamo "errores históricos" son justamente las infidelidades al proyecto verdadero, independientes de los azares exteriores que se pueden considerar como la buena o mala suerte.

Inesperadamente nos encontramos con que se trata primariamente de una cuestión de imaginación. Hace falta una enérgica dosis de ella para que se inventen esos proyectos, que pueden irradiar sobre innumerables hombres y mujeres, en dos formas diversas. Pero no hay que confundir la imaginación con el desvarío, que ha llevado a los mayores desastres y puede provocar otros. La imaginación es uno de los ingredientes de la razón concreta, no digamos de la razón histórica, y razón es la aprehensión de la realidad en su conexión.

Esto implica que el punto de partida tiene que ser la realidad, a la que hay que respetar escrupulosamente, no inventarla ni falsificarla. "Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía; también la verdad se inventa", escribía Antonio Machado. Se inventa en el sentido etimológico de la palabra, se la descubre, lo que exige la máxima fidelidad, el mayor respeto.

Las grandes naciones han nacido de un proceso de imaginación creadora, proyectiva, ilusionante, hecha de amor a la realidad. Temo que no estemos en la mejor sazón desde este punto de vista. Se oscila entre la voluntad de homogeneidad, la sujeción a normas y reglamentos, con disminución de la espontaneidad y la libertad, y la ficción arbitraria y mecánica de diferencias inexistentes y secundarias, afirmadas mecánicamente y sin el menor carácter proyectivo. Inténtese descubrir en qué consiste el "proyecto sugestivo" de vida de las naciones que constituyen Europa; no digamos de aquellas porciones de ellas que, renunciando a su propia y admirable realidad, adoptan seudomorfosis de evidente esterilidad; o, todavía más, aquellos fragmentos de suelo europeo que no han alcanzado ni siquiera la participación en una verdadera realidad nacional, y que suplen con violencia y hostilidad la ausencia de una forma que les es ajena y a la cual sacrifican la que les pertenece.

Urge un despertar de la imaginación creadora, cuya misión es dilatar y potenciar la realidad, no suplantarla o deprimirla.

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