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La historia de la filosofía
Se ha intentado -se está intentando- eliminar de la formación de los que estudian, de los hombres todos, a la larga, lo que es propiamente humano, lo que se ha llamado durante siglos Humanidades. Recuérdese el Instituto de Humanidades, que fundamos Ortega y yo en 1948, en medio de dificultades sin cuento, y lo que se entendía por ese conjunto de disciplinas.
La culminación de ellas es la filosofía, por la razón de que ella consiste en formular las preguntas radicales, aquellas que afectan a la raíz de la vida humana y que son necesarias para su orientación, para que sepamos qué pensar y por tanto qué hacer.
La filosofía, en casi todo el mundo, ha ido siendo «desalojada» en nombre de muy diversas cosas. Hay un motivo que ayuda a explicarlo: la «invasión de las cosas», característica del mundo actual, que está lleno de ellas, en un grado nunca conocido. Y lo más grave es que esa invasión no es sólo física, sino sobre todo mental: el hombre actual «no piensa más que en cosas».
¿Es esto posible? A la larga, no. El trato, incluso mental, con las cosas no puede ser con ellas sin más. Aparecen «en la vida»; en ella como ámbito las encuentro y me encuentro a mí mismo. El hombre vive entre cosas reales y a la vez «irreales», imaginarias, proyectadas, futuras. Si posee un sistema de creencias vitales suficientes, su vida tiene un sentido que permite los proyectos individuales; si no, sobreviene un estado de incertidumbre o crisis.
Para poder vivir hace falta una nueva certidumbre global, respecto a la vida misma, su estructura, configuración, horizonte, sentido y posibilidades. Esto hace necesaria la filosofía, pero no es seguro que se busque; para ello hace falta algo más: una «creencia» en la razón, en la posibilidad de descubrir mediante ella una certidumbre acerca de la vida entera.
Esto ocurrió por primera vez en Grecia, en Jonia o en la Magna Grecia, entre los que se llamaron luego filósofos presocráticos. He señalado otras veces, y creo que es importante, la impresión de simplicidad y elementalidad que produce su pensamiento: lo que dicen parece «poca cosa». Así es; lo nuevo, la innovación radical, es el punto de vista; las respuestas no son demasiado complicadas; lo decisivo son las preguntas y el horizonte hacia el cual podían llevar y efectivamente han llevado.
Lo interesante es que, una vez iniciada la filosofía, no quedó «hecha», sino que hubo que seguir haciéndola; persistió como quehacer humano. Todos los filósofos posteriores a los que «primero filosofaron», como dice Aristóteles, tuvieron que hacer «otra cosa» que los anteriores. Existía ya la filosofía, pero la hecha no era suficiente; ante todo, porque la situación era distinta, y otros los problemas o la perspectiva en que aparecían.
Es decir, cada filosofía está definida por una relación de «alteridad» respecto de las anteriores. El filósofo parte de una filosofía existente -por eso su situación es muy distinta de la de los iniciadores-, pero tiene que apartarse de ella y buscar otra. Ahora bien, para hacer esto tiene que poseer la anterior y comprobar su insuficiencia.
La «segunda» filosofía parte de la primera y se aparta de ella; la «tercera» tiene en cuenta la necesidad, motivación y contenido de las anteriores, que resultan insatisfactorias o insuficientes y obligan a lo más propio de la filosofía: seguir pensando.
Cada filosofía, por tanto, «toda» filosofía se hace apoyada en un «sistema de alteridades» que se remonta a la originaria. Este sistema es lo que se llama «historia de la filosofía», encapsulada en cada una de ellas, que sin ese conjunto queda injustificada e incomprensible. Tiene que originarse, y por eso tiene que remontarse al origen y ser «original» en ese sentido, no el de la devastadora voluntad de originalidad que invadió Europa a mediados del siglo XIX. Esa originalidad nace de la autenticidad, de que cada uno cree desde sí mismo, desde su personalidad única e irreductible.
La historia es el «órganon» o instrumento de la autenticidad de la vida humana. La de la filosofía es la única manera de que la filosofía sea verdadera y auténtica. Es lo que permite al filósofo de cualquier tiempo equipararse a los primeros, a los presocráticos, precisamente por partir de su situación real, que incluye toda esa historia.
Por otra parte, es la única forma de comprensión de la filosofía. Se ha puesto de moda el estudio «fragmentario» de sus elementos. Se eligen algunas cuestiones, o algunos nombres de esa historia, y se estudian aisladamente, sin conexiones ni raíces. No se puede entender nada. No se ve «por qué» tal filósofo tuvo que pensar lo que pensó, de dónde venía, en qué situación se encontraba, cuáles eran sus problemas reales. No se puede entender nada, que es probablemente lo que se persigue.
Vemos que la historia de la filosofía no consiste primariamente en la presentación o exposición de la obra de cada filósofo, sino precisamente en la «historia», en la conexión necesaria entre todas esas libertades personales, que operan sobre la realidad misma, no en el vacío. No puede ser un catálogo de opiniones y doctrinas sino la mostración del «argumento» de esa historia apasionante, que sólo así resulta inteligible. Como la vida humana, es una realidad dramática, que no se entiende más que mediante la «narración», porque la razón vital e histórica es razón narrativa.
Por eso la historia de la filosofía es la única forma posible de iniciación en esa disciplina. Todas las demás son abstractas, y por eso secundarias y no plenamente inteligibles. Los muy jóvenes no comprenden la filosofía, no porque sea muy complicada -entienden muy bien raciocinios científicos más complejos-, sino porque se les escapa su «sentido», su problematicidad. En la adolescencia se abre la comprensión de la filosofía -jóvenes muy jóvenes, ya no niños, eran los ávidos oyentes de Sócrates, Platón y Aristóteles. Es el momento de penetrar en la filosofía por medio de su historia; de empezar a hacerse las preguntas radicales -más importantes que las respuestas-, aquellas de las que depende que la vida tenga verdadero sentido y sea plenamente humana, dominada por la libertad irrenunciable, que no se somete a ninguna manipulación.
Del director
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