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Complacencia indebida

Es frecuentísimo el espectáculo, para mí entristecedor, de personas estimables que aceptan sin resistencia cosas, decisiones, empresas, propuestas, colaboraciones, que les parecen indeseables, que acaso les repugnan, pero que por su complacencia reciben una injusta autorización, en algunas ocasiones un aparente prestigio, con el influjo y la eficacia que ello lleva aparejados.

Los ejemplos se pueden multiplicar, y van de lo que parece -pero no es- inofensivo hasta lo que trae graves consecuencias. Se presta la adhesión a homenajes a personas o instituciones a las que no se juzga merecedoras de ello; por compromiso, por debilidad, por alguna relación de amistad o parentesco. Esto se capitaliza, se parte de ahí para ulteriores acciones, que pueden contradecir la verdadera actitud del que ha participado en el homenaje.

Se ha descubierto una ingeniosa técnica para la selección de jurados, por ejemplo de los innumerables premios. En otros tiempos solían estar compuestos de pocas personas, tal vez cuatro o cinco. Ahora pueden ser doce o quince. Tal vez tres de ellas son conocidas y valiosas; son los nombres que se retienen; los demás pueden ser desconocidos y carecer de autoridad para decidir; pero con ellos se pueden formar mayoría que hacen lo que se quiere. Hace ya muchos años renuncié a aceptar ninguna delegación de la Real Academia Española en ningún jurado, y siempre me he alegrado de tal determinación.

Se colabora en reuniones, mesas redondas o cuadradas, comisiones o congresos, sin reparar en su composición, o haciendo caso omiso de sus posibles aspectos desagradables. Es el «visto bueno» que se da a realidades que no se estiman ni comparten, y así se establece una perniciosa complicidad. Se puede recibir la invitación a inaugurar o clausurar un congreso, al otro extremo del cual hay una persona eminente; esto parece honroso; pero tal vez entre el principio y el fin hay nombres que estorban, o faltan los que serían necesarios.

La solución es quedarse en casa, mejor aún explicando, con educación y buenas maneras, los motivos. A veces esa complacencia lleva a caer en verdaderas trampas, si se toma parte en coloquios o debates irresponsables, por debajo de todo nivel imaginable; y ante esos públicos amaestrados cuya selección es casi siempre un misterio.

Todo esto es relativamente venial. Cada una de esas complacencias no tiene demasiada importancia; pero son demasiadas para que pueda soportarlas la salud de una sociedad. La cosa es más grave cuando afecta, por ejemplo, a la Justicia. Casi nadie sabe qué pensar de ella, y esta perplejidad me parece lo más inquietante. Lo normal es que se piense poco en la Justicia, que no se conozca el nombre de casi ningún juez o magistrado, que no se tenga ni la menor idea de su cara, apostura o manera de cambiar de ropa. Que no se tenga ni la más remota idea de las relaciones que pueda haber entre ellos, no digamos entre ellos y aquellos a quienes tienen que juzgar. Recuerdo que había juicios «sumarios», y algunos eran «sumarísimos»; ahora la duración se cuenta por años o lustros. Se habla de sumarios de muchos miles de folios, que evidentemente nadie lee, porque no es «posible»; no hablemos de analizarlos, meditarlos e interpretarlos. Muchos jueces, magistrados, fiscales, aparecen reunidos en «agrupaciones», cuyos nombres pueden ser políticos. Con todo esto se convive año tras año, y el resultado es lo que antes dije: que casi nadie sabe qué pensar.

Si se llega al campo de la política, la agudeza aumenta. Es sabido que obliga a muchas cosas, y entre ellas a lo que coloquialmente se llama «tragar sapos». Creo que sería conveniente cambiar el régimen alimenticio. Hay gentes que dicen cosas inadmisibles en cualquier convivencia civilizada: «exigen» cuando no tienen derecho a ello, sino a sugerir, pedir, solicitar, proponer -verbos en desuso- piden lo que es contrario a las leyes, a la Constitución, al sentido común o al decoro; o mienten de manera descarada y comprobable. Pues bien, no pasa nada, no trae tal conducta la menor consecuencia, se sigue la cooperación como si fuera «de recibo» -excelente expresión, también desusada-.

Hay grupos, que pueden ser partidos enteros, dedicados a protestar sistemáticamente de todo -especialmente si está bien, si es un acierto-. Esto introduce una corrupción intrínseca de la democracia. Esta, que es el único régimen político legítimo en nuestra época -no en otras, claro es-, y que por tanto es insustituible y merece ser mantenida y defendida, tiene defectos y riesgos que le son propios, algunos inevitables, pero hay que verlos, reconocerlos y reducirlos al mínimo. Creo que esta operación es extremadamente urgente, pero no se pone en práctica, con lo cual se la expone al descrédito, a la desilusión y a los peores peligros.

Hay muchas cosas simplemente «inaceptables», y esto se debe tener presente para obrar en consecuencia. Se dice y se repite que las Comunidades Autónomas o los que se atribuyen su representación pueden hacer lo que gusten, y que no hay ningún instrumento legal que pueda impedirlo. Hace casi dos años (el 18 de febrero de 1996, por si hay algún lector curioso), publiqué en este mismo periódico un artículo titulado «El artículo 155», en que mostraba con las citas textuales pertinentes, que la Constitución establece, por una vez sin ambigüedad alguna, lo que se puede hacer y cuál es el procedimiento legal. Este artículo no recibió, que yo sepa, ninguna mención, cita o comentario. Por lo visto, a nadie pareció interesante.

Estoy persuadido de que todo lo que acabo de enumerar, y que parece enorme, es una ínfima porción de la realidad española. El volumen de lo que es razonable, normal y correcto, en suma, sano, es incomparablemente mayor. Pero la visibilidad de lo indebido y pernicioso es inmensa, y es lo que percibe el habitante normal de nuestro país. La complacencia -indebida, repito- de los que merecen confianza, de los que hacen lo que se debe, da enorme resonancia a la fracción menos estimable y respetable.

Además, engendra impunidad. Los actos reprobables, incluso manifiestamente indecentes no traen malas consecuencias para sus autores; al contrario, les dan notoriedad, popularidad; en su momento votos; y con ellos, poder. Que, por supuesto, usarán sin restricción, tal vez con la ilusión de que es «para siempre», con una actitud que hemos conocido bien en el pasado reciente y que ahora puede resultar grotesca.

Urge una variación que puede ser casi imperceptible, pero que es esencial: una torsión hacia la verdad, lo justo y justificado, el derecho de los demás, que por añadidura son casi siempre «los más». En otros términos se trataría de restablecer la salud del cuerpo social, antes que sea invadido por la dolencia. No se olvide que los virus que amenazan son de volumen mínimo y tienen que ser descubiertos por el microscopio electrónico.

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