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Para empezar el Siglo XXI

Si se quiere acertar, si se va a intentar que el siglo próximo -que va a coincidir con el comienzo del tercer milenio de nuestra era- sea algo esperanzador, atractivo, acaso espléndido, parece aconsejable saber con qué se cuenta, de qué se parte, cuáles son los recursos de que se dispone, qué peligros amenazan y será menester evitar.

Esto quiere decir que hay que volver los ojos al siglo XX que está terminando, que es el nuestro, aunque el siguiente lo sea también para los que hoy son jóvenes. En el que está ya casi completo ha habido unos cuantos de los mayores horrores de la historia, y hay que tenerlos presentes para no recaer en ellos. Algunos, como los diversos totalitarismos, origen de casi todos los demás, están ya descubiertos y por lo general execrados; pero no se olvide que han dejado ya herederos más o menos disimulados, y es la forma en que intentan perdurar.

Pero en muchos aspectos ha sido un siglo glorioso, creador, que ha significado el alumbramiento de posibilidades extraordinarias, de las cuales vivimos, casi sin darnos cuenta, en las que tenemos que apoyarnos para seguir adelante. El aumento de la población mundial ha sido enorme; esto quiere decir que han nacido más personas que en ninguna otra época, y han vivido más años, y en conjunto mucho mejor.

Lo curioso es que esto se ha visto como un mal, casi un desastre. Parece que hay que producir mucho más -se entiende, más cosas, trigo, arroz, maíz, petróleo, coches, bicicletas, televisores-, todo menos personas, que parece lo más interesante y valioso. Se dice que el mundo está lleno, pero la verdad es que en gran parte está casi vacío, y aun en los países que tienen «exceso» de población, lo que de verdad tienen es falta de organización, de generosidad, de sentido de lo que es personal.

La prodigiosa técnica de nuestro siglo, fuente de innumerables posibilidades, no se va a perder, va a pasar, acrecentada, al XXI, tal vez con varias amenazas que pueden ser siniestras, por la falta de una técnica más: la del uso de ellas, que las subordinaría a sus misiones personales, es decir, al servicio de las personas.

La técnica, unida al liberalismo democrático en gran parte del mundo, ha permitido una fabulosa creación de riqueza, iniciada desde hace dos siglos, acentuada extraordinariamente desde 1946, tras la segunda y devastadora Guerra Mundial. El mundo ha sido siempre muy pobre, porque la riqueza existente era muy escasa, y todavía lo era bastante hace medio siglo. Es curiosa una demagogia existente que no perdona la creación de riqueza -tal vez porque se desea la perpetuación de la pobreza para poder manipular y dominar a los hombres-; cuando se dice que tales países «consumen» tal porcentaje de los productos, casi siempre se trata de que los que los «crean» o producen, consumen una fracción de ellos, y gracias a esto viven muchos de los demás.

Esas técnicas se han podido realizar porque la ciencia de nuestro siglo ha realizado avances extraordinarios, y sigue haciéndolos. Lo que pasa es que muchos contemporáneos nuestros quieren técnica, pero no les interesa la ciencia, que es su condición, y con frecuencia son enemigos de la libertad, condición de una y otra, que se puede poner en grave peligro. Y uno particularmente inquietante, en el que rara vez se piensa, es la posibilidad de disminución o desaparición de las «vocaciones» científicas, en parte por la excesiva especialización, por el sentido utilitario, por la extinción del entusiasmo que ha sostenido a la ciencia durante siglos.

El siglo XX significó desde su comienzo un paso decisivo en el pensamiento más riguroso, y especialmente en la filosofía. Se canceló una etapa de desmayo y abandono, de descenso de nivel, y se inició una de las épocas más fecundas y creadoras de toda la historia de la filosofía. Y esto, como era de esperar, fecundó todas las formas de pensamiento, hizo posible que todas las disciplinas intelectuales experimentaran una admirable intensificación y depuración. Ligado a esto ha estado un desarrollo innovador de la literatura, sin excluir la de las formas literarias del pensamiento.

Lo que pasa es que desde 1960, aproximadamente, han pasado muchas cosas que conviene tener presentes si se quiere entender algo. Desde esa fecha datan varias calamidades que hoy afligen al mundo; entre ellas, el terrorismo organizado, el consumo generalizado de drogas en Occidente y la más grave de todas, la aceptación social del aborto.

Y ha pasado, aunque sea menos visible y espectacular, el olvido de gran parte de lo que había sido más original y creador del pensamiento de nuestro siglo. Por diversas causas, que examiné en mi libro «Razón de la filosofía», grandes grupos sociales y organizaciones o instituciones han vuelto la espalda a la mayor parte de lo que la mente occidental había pensado en los decenios anteriores. Esa creación no se ha interrumpido, por supuesto, pero socialmente ha sido casi subterránea, y el horizonte público está ocupado por realidades secundarias, casi siempre arcaicas, que obturan el horizonte y hacen improbable la dilatación de la mente y el incremento del rigor.

Lo más urgente es «ponernos a nivel», superar la regresión consumada, tomar posesión de lo que se ha creado y está a nuestra disposición. Tenemos que ser herederos -ésa es la condición humana- y no antepasados de nosotros mismos.

Ahora se habla -demasiado- de «globalización»; bajo esa palabra se oculta la falacia de que el mundo actual es uno. No es verdad: hay varios, no enteramente comunicables, imperfectamente comprensibles; pero todos están presentes, y hay que tenerlos en cuenta.

Lo decisivo es poseer lo que se tiene, todo lo que se tiene. Dentro de Occidente, dentro de Europa o América, existe un pavoroso provincianismo, a pesar de los derroches de técnica y comunicación. Se desconoce la mayor parte de lo que se ha hecho o se está haciendo de verdaderamente creador más allá de las fronteras nacionales -y se empieza a ignorar o negar lo que acontece dentro de ellas, con lo que el provincianismo culmina en un alarmante aldeanismo-.

Cuando escribí los dos gruesos libros dedicados a Ortega formulé así mi propósito: «Completar a Ortega consigo mismo y darle sus propias posibilidades.» Esta fórmula podría trasladarse al siglo en que estamos, a cuyo final nos disponemos a asistir. Completarlo con todo lo que ha creado y acaso hemos perdido, darle las posibilidades que encierra y deben seguir germinando y floreciendo en el siglo en que tantos de nosotros va a vivir.

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