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La muerte de la vida privada

Con este título, «La muerte de la vida privada», escribí en 1966 un largo artículo sobre la película de David Lean «Doctor Zhivago», que había visto en Washington. Había leído la larga y conmovedora novela de Boris Pasternak cuando se publicó en traducción francesa. La película reflejaba con acierto -y creadoramente- el libro, a pesar de su complejidad. Había sido rodada en buena parte en tierras que me son extremadamente familiares: Soria y su provincia. He estado en la casa que se construyó para albergar los amores de Yuri Zhivago y Lara. La estación de Soria, de tantas llegadas y despedidas, estaba -en agosto- con cristales llenos de escarcha, que también se veía en los árboles, y había un gran cartel con el nombre de un pueblo ruso en caracteres cirílicos. Recuerdo muy bien la llegada de un tren correo del que bajaron muchas personas, que no parecían sorprenderse de aquel aparato invernal en el verano soriano; son frescos, pero no tanto. Solamente un guardia civil miró todo aquello con alguna extrañeza, pero no hizo ningún comentario.

Acabo de ver esta película en televisión. Ha resistido bien el paso del tiempo, y sigue siendo interesante y, por supuesto, conmovedora. Acaso más que antes. Mi artículo retenía en su título la frase pronunciada por un revolucionario «puro», que se irá convirtiendo en un fanático abstracto: «La vida privada ha muerto en Rusia». ¿Sería verdad? Se ha intentado con todos los medios posibles durante unos setenta años. Cuando se compusieron la novela y la película se había avanzado enormemente en la empresa; pero ¿era realizable?

En la doble versión de esta historia se asiste a los comienzos de lo que terminó -mejor dicho, empezó a terminar- hace ocho años. Se ven los finales del régimen zarista, el desenlace de la llamada Gran Guerra, los primeros pasos de la revolución comunista, su afianzamiento, el mundo que sustituye al antiguo. En medio de todo esto, unas vidas privadas que se debaten entre dudas, dificultades, errores, dolores, amores, hasta un complejo desenlace que no es tal, sino que queda abierto y lleno de flecos.

La vida -siempre lo he creído- es ante todo vida privada. Si se la destruye, se destruye la vida sin más, se la despoja de su condición humana. Por eso es a última hora imposible que la vida privada desaparezca. Son muchos los que lo han intentado con todos los medios; no faltan los que siguen tratando de lograrlo, y conviene saber quiénes son. Porque se puede conseguir en parte.

Vale la pena pensar un momento en esa posibilidad y en el sentido que tiene la atenuación que acabó de escribir: «en parte». Depende, principalmente, de la edad. Las personas que han vivido lo bastante para haber llegado a ser quienes eran no pueden ser despojadas de su vida privada «desde fuera», por propaganda o violencia física. Esa pérdida tiene que ser voluntaria, al menos consentida. El que se fanatiza o se deja arrastrar por los demás, renuncia a esa vida y a ser quien era. No suelen ser muchos, pero son los más responsables, algo así como suicidas de lo que tienen de más personal.

Menos defensas tienen los que son sorprendidos por ese intento de supresión de la vida privada cuando no están todavía «hechos», cuando están eligiendo su camino en la vida, como en el verso de Ausonio que recordaba Descartes. Reciben un impulso que puede ser devastador, del que no se libran más que si tienen lucidez, cierta dosis de valor y acaso un amor eficaz, que es lo que más enérgicamente afirma la vida privada. Si esto falta, hay grandes probabilidades de que sucumban, de que no lleguen a madurar desde sí mismos, sino que vivan enajenados.

Por último, los que nacen a la vida propia sometidos ya a la negación de lo personal, resultan en cierta medida «prefabricados», con una libertad mutilada desde antes de que pueda consolidarse, falsificados desde el mismo comienzo. En esto pienso cuando hablo de un virus que «prende» y es difícil de superar.

Lo que no puede hacerse es abolir las condiciones mismas de la realidad. La vida humana es forzosamente libre -no se cansó de repetirlo Ortega, y lo inculcó en los que de verdad recibimos su influjo-; vivir es siempre decidir, elegir entre posibilidades. Es cierto que estas se pueden limitar, restringir, amputar. Pero siempre son varias, y a última hora se ejerce la libertad, por angosto que sea su horizonte, por penoso que sea su funcionamiento. El que renuncia a su libertad, lo sabe, y en el fondo se desprecia a sí mismo.

Si pasa demasiado tiempo, si son varias las generaciones a las que se ha negado desde la cuna la existencia de la vida privada, si se las ha adoctrinado para que la cambien por cualquier cosa, de preferencia una baratija, la sociedad misma se anquilosa, se petrifica, hombres y mujeres se nutren de consignas, se les predica monótonamente que las cosas son como se dice, que no cabe decir lo que son. Menos aún, que no se sabe del todo cómo son, que hay diversas posibilidades, que el futuro es reino de libertad.

Por eso la ofensiva contra la vida privada suele ir acompañada de una descalificación del futuro. Las cosas son como se dice, y «para siempre». Esto lleva a la abolición de la historia, perpetua tentación de todas estas maneras de violentar la realidad. Y esta operación se hace en doble sentido: hacia atrás, se niega la historia real, la que efectivamente ha acontecido, se la suplanta y falsifica; hacia adelante, se la cierra, se la da por conclusa, se declara que eso que existe -mejor dicho, que se dice que existe- es «definitivo».

Lo malo para estos intentos -lo bueno, lo salvador- es que la vida humana es «inseguridad». Nunca está terminada, hasta que llega la muerte, y esta misma es anticipada, aceptada, si no elegida, al menos se elige cómo se la va a tomar. Hay el azar, el maravilloso azar que interviene en nuestras vidas sin que podamos preverlo, rompe los esquemas, los planes, las jaulas, nos deja a la intemperie, nos obliga a enfrentarnos con la realidad misma y ejercer la libertad.

Entonces se descubre que las consignas y las recetas no sirven, que no hay más remedio que enfrentarse con la realidad en su desnudez, hacerse las preguntas perentorias, asumir la responsabilidad propia. Lo cual invita al ensimismamiento, a la entrada en uno mismo, donde se encuentra con aquellas personas de las que se puede estar «habitado», con las que cabe la «interpenetración»; es decir, la vida rigurosamente privada, que siempre puede renacer.

Hay pueblos, sociedades, en las que los estímulos personales son especialmente fuertes, lo que les permite cruzar épocas difíciles, presiones sin cuento, y encontrarse que al final de una larga y penosa jornada no se han dejado en el camino la personalidad.

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