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Adónde se quiere ir

Hace cosa de veinte años escribí un artículo titulado «Los verdaderos programas». Me refería al hecho de que los partidos pueden parecer que se parecen: sus programas nominales y plenamente públicos tienen amplias zonas de coincidencia, casi siempre «plausibles» y de las que no es fácil disentir. La realidad puede ser muy distinta, y se descubre en lo que «proponen» en cada caso. Esas propuestas son a veces aceptadas y se realizan; otras carecen de los votos suficientes y no se consiguen. A mí me interesan las propuestas mismas, independientemente de que tengan o no éxito.

Muestran lo que los partidos verdaderamente son, lo que desean, adónde quieren ir, adónde llevarán al país si logran gobernar. Si esto se hubiera tenido en cuenta en aquel momento, es probable que la vida pública española hubiese sido bastante distinta de lo que ha sido, y creo que mejor. Son muchos los que se lamentan ahora de muchas cosas de años pasados, pero las aceptaron o apoyaron, no quisieron preverlas, aunque eran bien visibles en forma de propuestas.

No hablemos en tiempo pasado; la democracia es continuidad y no ruptura -los rupturistas de entonces me parecían muy poco demócratas-, pero tiene el riesgo de la repetición. Las situaciones varían con el tiempo, pero su esquema puede perpetuarse. Por eso una de las condiciones de la democracia es la memoria: recordar lo anterior y tenerlo presente, es decir, traerlo a la actualidad.

Si se repasara lo que fui escribiendo a lo largo de unos cuantos años, desde 1974 hasta un decenio después, y todavía más tarde, se podría encontrar una larga lista de previsiones de lo que de verdad se quería y buscaba, aunque en ocasiones se disfrazara. Esto se remonta hasta el desdichado Anteproyecto de Constitución, redactado por la llamada Ponencia, en el que se eliminaba la idea de España como Nación. Presentí lo que se ocultaba bajo la palabra «nacionalidades», que me parecía lingüística, histórica y políticamente errónea; se negó que fuera así, por los mismos que han hecho el uso más abusivo de ella, es decir, de lo que fingían rechazar.

Ahora, ante la cuestión del puesto de las Humanidades en la educación, ante la pretensión de que los españoles sepan algo de filosofía, literatura, arte y conozcan decorosamente la historia -la propia y la del mundo en que viven-, se está poniendo de manifiesto lo que cada porción de la opinión lleva dentro, de lo que pretende, en suma, adónde nos quiere llevar.

Este planteamiento tiene una ventaja: poner las cosas claras. Sabemos cuáles son los verdaderos proyectos o programas, sin disfraces; sabemos cuáles son las afinidades reales; y, sobre todo, de quién nos podemos fiar.

No se trata de una cuestión secundaria, sino de la «realidad» misma de los españoles, sobre todo de los que van a serlo en el futuro: los niños y jóvenes y los que habrán de nacer -si los dejan, porque hay muchos que les van a poner dificultades-. Y, naturalmente, se trata de la posesión que cada uno va a tener de España, de la manera en que va a poder proyectar su vida. Algunos desean que cada español posea el ámbito dilatado de la nación española, con su rica variedad de matices y posibilidades, con las diferentes formas de inserción en el conjunto, y por consiguiente con una pluralidad de proyectos que pueden ser atractivos y fecundos.

Otros prefieren espacios angostos, confinados, aislados de todo contexto, llenos de ficciones que nunca han existido; y por tanto sin horizonte ni porvenir.

El estado de ignorancia de grandes mayorías, en enorme parte del mundo, es angustioso y está obturando el futuro. La beatería técnica y estadística es un factor, puesto al servicio de causas turbias, que habría que poner en claro. El provincianismo, el aldeanismo, hacen el resto, y hoy son una amenaza que lleva a extremos aterradores.

Este siglo, en tantos aspectos glorioso, en algunos atroz, tiene todavía que decidir cómo va a terminar. Se le ha dado, como en «Don Juan Tenorio», «plazo breve y perentorio» para elegir entre la prosperidad y la decadencia. Esta última, cuya amenaza es visible, tiene la extremada gravedad de que, como consiste en un rebajamiento de lo humano, es muy difícil salir de ella si se ha llegado a producir y consolidar.

Nos invitan a seguir uno u otro camino. El hombre es libre, y si además de ello tiene libertad -es el caso de los españoles de hoy, y en general de los occidentales-, puede elegir la vía que prefiera. Es decir, va a elegir «quién» va a ser, cómo va a orientar su vida, y con quiénes va a convivir. Puede elegir el partir de su círculo personal e íntimo, continuar con la región sabrosa y entrañable a la que pertenece, insertarse a través de ella en su nación, descubrir que ésta se encuentra implantada en Europa, hecha de ella, y que ésta comparte con el lóbulo americano la realidad abarcadora de Occidente, una de las formas en que acontece lo humano.

Pero está en nuestras manos optar por la ignorancia, el aislamiento, la hostilidad al que es en alguna medida distinto, la falsificación de la realidad. Lo decisivo es que si se hace esto lo que se elige es la falsificación propia, la de cada uno de nosotros. Y esto lleva consigo la inferioridad.

La realidad humana está abierta. Con los datos recibidos, con los recursos de que se dispone, cada hombre o cada mujer -aquí sí que hay que hacer constar la diferencia- hace su vida, imagina quién pretende ser, intenta realizarlo, con mayor o menor perfección. Esto vale para todos, no solo para minorías egregias: los recursos son mucho menos importantes que los proyectos y la voluntad de utilizarlos, es decir, lo que se hace con ellos.

Por eso esa cuestión nos afecta a todos, y en ella nos va la vida, la configuración que puede tener. Ante cada uno de nosotros se presentan diversas ofertas, se nos muestran caminos que llevan, individual y colectivamente, a diversos lugares. Es menester que decidamos adónde queremos ir, y por tanto quién nos va a conducir, quiénes pueden ser nuestros guías. Es fundamental no engañarse, no viajar en una compañía que acaso sea indeseable.

Hay cuestiones que tienen una importancia particular: son el comienzo de un camino cuyo destino no parece claro; es menester anticiparlo, preverlo. De otro modo, nos exponemos a encontrarnos un día en un paraje inhóspito y sin salida, con una realidad disminuida, sin orientación, con la impresión de que no se puede ir a ninguna parte.

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