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Lo irrenunciable

No se debe ser intransigente ni intolerante. La política, en particular, no debe serlo. Consiste en entenderse con los ojos discrepantes, ceder lo que es debido, o al menos aconsejable, buscar el consenso y la cooperación de las diversas fracciones de un país -o de varios países entre sí-. Pero esta actitud, que es inteligente y noble, que favorece la convivencia, tiene algunos límites, que conviene recordar. Hay algo que no se puede sacrificar, porque significa una violencia ejercida sobre algo que tiene los sumos derechos: la realidad. Esta es irrenunciable, y si se le es infiel, las consecuencias son gravísimas.

La razón es que la realidad «no desiste». Los deseos humanos o la voluntad pueden hacerlo. No se pueden hacer concesiones sobre la gravedad o la dureza de los materiales o la impenetrabilidad de los cuerpos. La realidad tiene una estructura que hay que reconocer y aceptar; si se la desconoce o niega, «se venga» a su manera, con un sistema implacable de resistencias.

Pero la realidad no es sólo física: es también humana, personal, social, histórica. Sus estructuras son más complejas, y por eso más difíciles de descubrir y precisar, pero no por ello son menos efectivas. Y el error respecto a ellas, o la falta de respeto, se pagan con desastres. Hace unos años di un curso sobre el factor intelectual en el acierto o el error. Mostré cómo casi todo lo bueno que le había acontecido a la humanidad estaba respaldado por un pensamiento adecuado, y casi todo lo malo por un error, una falsedad, con frecuencia una mentira deliberada. La evidencia histórica era abrumadora. Comenté entonces que era fácil verlo respecto al pasado, pero que era posible, aunque más dificultoso, extender esa consideración al presente, y prevenirse así contra posibles calamidades del porvenir. Lo irrenunciable, en suma, es la verdad. Tanto en la vida individual, en las relaciones interpersonales, como en la colectiva. En la actualidad, en muchos lugares del mundo, se hacen propuestas de manifiesta falsedad, que están llevando a situaciones de demencial violencia, sangrientas y a veces incurables. Si uno se hace en serio la pregunta ¿qué se puede hacer?, en algunos casos hay que responder: nada -a menos que quiera uno engañarse y de paso empeorar las cosas. Esto ocurre con diversos países africanos. Cuando se nos invita a destinarles cuantiosas sumas -que podrían emplearse con garantías y eficacia en remediar las carencias, existentes aunque se suelen exagerar, del propio país- hay que preguntarse a quién irían a parar, acaso a dictadores de partido único que las inventarían en comprar armas para someter a sus súbditos o eliminar a sus vecinos, o a grupos de fanáticos enloquecidos.

En España no se llega a tanto -con una excepción notoria pero limitada-, pero se proponen, desde diversos puntos, falsedades ingentes sobre la realidad misma de España y de sus partes, que no se pueden admitir, por las razones indicadas antes. Casi todas ellas tienen su punto de partida, su partida de nacimiento, bien reciente. Están asociadas a punto de anormalidad, bien visible en algunos casos.

Este concepto de anormalidad requiere cierta precisión y hay que introducir algunas distinciones. Hay anormalidad orgánica, cuando el cerebro está afectado por una dolencia o un accidente. Hay otra psíquica, un funcionamiento defectuoso de las facultades mentales. Pero hay una tercera, que casi siempre se olvida, la «biográfica», la que afecta a la vida personal. Al lado de la psiquiatría, es necesaria una «bio-iatría», una medicina de las dolencias de la vida biográfica.

En lo colectivo, esto tiene un carácter social e histórico. Aparece en cierto momento, dentro de ciertos grupos, se desarrolla, puede contagiarse, a veces activamente, en nuestra época con recursos potentísimos. El ejemplo más claro y evidente es el triunfo y arraigo del nacionalsocialismo en la Alemania de los años 1930, que sólo se superó -tras penosísima cirugía- en 1945. Si ahora se repasan los orígenes y «fundamentos» teóricos de aquello, se queda uno estupefacto. Y sin embargo «prendió» con fuerza insospechada en el país que estaba a la cabeza intelectual del mundo, que había alcanzado la mayor perfección en las disciplinas científicas de todo orden.

El origen de estas enfermedades biográficas -en su caso sociales e históricas- es alguna conciencia de inferioridad, un malestar respecto a la propia realidad, un descontento de algunas dimensiones de ella. Todos tenemos limitaciones, deficiencias, inferioridades respecto a otros. Lo razonable es aceptarlas, resignarnos a su existencia y tratar de superarlas. Lo malo es que tales inferioridades se alían a la impresión -que puede ser justificada- de algunas superioridades parciales. Si falta la cordura -la humildad que es tan necesaria- y sobre todo el sentido de la realidad, se puede precipitar esa dolencia, difícilmente curable, no nos engañemos ni nos hagamos ilusiones infundadas.

Un examen del mapa del mundo actual desde esta perspectiva sería aleccionador, y bastante escalofriante. Hay casos de tal gravedad, que no veo posibilidad de curación, al menos en las circunstancias presentes. Otros son más benignos, o están en fases iniciales, y se los puede superar.

Lo decisivo es reconocerlos, diagnosticarlos, aplicarse a buscar los posibles remedios. Lo que no se puede hacer es «entrar en el juego», aceptar, ni siquiera como hipótesis, la dolencia en cuestión. Hay que tener un ilimitado respeto por la realidad, indagarla, analizar sus limitaciones, tratar de ir más allá de ellas, aplicarle los remedios que requiera, porque toda realidad humana es imperfecta; pero no renunciar a ella, no negarla, no olvidarla.

Se trata de conservar o recobrar el sentido de la verdad. La condición fundamental es el escrupuloso respeto a ello; el ideal sería el entusiasmo por la verdad. Si se difundiera, la mayoría de los males que nos afligen desaparecerían o se mitigarían. ¿Se puede uno atrever a aspirar a tanto? Creo que sí. La verdad es refulgente, brilla o reluce, porque consiste en la manifestación, la patencia de la realidad. Hace muchos años descubrí que el origen etimológico de las palabras -tan intelectuales- argüir, argumento, es la raíz griega «árgyros», latina «argentum», es decir, plata, el metal blanco y brillante, que reluce. Eso es la verdad. Si se la muestra, puede ejercer una saludable fascinación, en la que pongo todas mis esperanzas.

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