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La fecundidad de la generación del 98

La excelencia, la capacidad creadora, el valor perdurable de los autores de la generación del 98 son reconocidos por todos los que entienden algo, y las pocas excepciones se explican fácilmente, por ese «rencor contra la excelencia» que tanto me preocupa o por «fijaciones» que no son menos inquietantes. Al cumplirse un siglo de la fecha que ha dado nombre a ese conjunto de escritores, se ha avivado la conciencia de su significación.

Pero sería una peligrosa tentación confinarlos a lo que fueron ellos mismos; es decir, aislar a los representantes de una generación egregia como si en ella terminara la historia. La afición a las etiquetas, su fuerza, en detrimento de su ausencia, ha hecho que se oscurezca la visión de la generación siguiente, cuya fecha central de nacimientos es 1886 -la de Ortega, Juan Ramón Jiménez, Marañón, Ramón Gómez de la Serna y tantos otros-, en modo alguno inferior a la anterior. La aparición de otra fecha, el 27, y otros factores interesantes ha dado notoriedad a la generación que siguió a esta última. Luego, se ha deslizado la impresión de que se ha acabado la historia -sobre todo a causa del partidismo que desencadenó la guerra civil y sus reverdecimientos posteriores.

Desde hace más de medio siglo vengo sosteniendo que «nuestro tiempo» empieza con la generación del 98. Y al decir nuestro tiempo creo que esta época llega hasta hoy, al final del siglo. No sé si el que va a comenzar será continuación de esta época o transición a otra bien diferenciada, cuyos caracteres habría que descubrir y filiar.

En todo caso, los autores de la generación del 98 -Unamuno, Ganivet, Valle-Inclán, Baroja, Azorín, Ramiro de Maeztu, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Asín Palacios, Manuel y Antonio Machado, y por supuesto Rubén Darío y algunos más-, no solamente siguen vivos, leídos, discutidos, apasionantes, sino que abrieron una época que ha continuado hasta un siglo después, en la cual estamos todavía, originada en ellos, en toda la cual siguen actuando. A eso llamo la «fecundidad» de ese grupo ilustre.

Nos dejaron unas cuantas cosas perdurables, de las cuales nos hemos nutrido -algunos han renunciado a ellas, con las consecuencias previsibles-. Ante todo, un «nivel», bien distinto de lo anterior, que no era en modo alguno despreciable, como he mostrado muchas veces y es bien notorio. No sólo de calidad, sino sobre todo de «autenticidad»: escribían desde sí mismos, desde lo más profundo y personal de ellos, por necesidad última, para saber a qué atenerse y entender el mundo en que iban a vivir; por eso tuvieron esa «calidad de página» que a veces echaban de menos en sus antecesores y los llevaron en su juventud a desdeñarlos. Esto ha sido una exigencia desde entonces, y si falta se siente como una deficiencia, acaso una deserción.

También nos legaron una posesión de la realidad de España superior a todas las anteriores. No es que los escritores de siglos atrás hubiesen carecido de ella; es que los del 98 tuvieron una posesión física que antes no había sido posible y una visión abarcadora de la historia y la cultura, de una amplitud inaccesible en otros tiempos. Y algo más: esa posesión estaba movida por un amor incurable, doloroso, hecho de apego, descontento y voluntad de perfección. De todo eso somos herederos, a menos que renunciemos a la herencia; lo llevamos dentro, es parte de nosotros mismos, sigue actuando como motor de nuestra propia realidad.

Otro legado de esa generación fue su sentido literario y su asociación con el pensamiento. Gracias a ello devolvieron a los españoles el sentido, no muy vivo, en grandes porciones apagado, de la teoría, y consiguieron que un gran número de ellos se interesaran, en ocasiones hasta el apasionamiento, por las cuestiones que en otros lugares son patrimonio exclusivo de los profesionales. Esto, no solamente dura hasta hoy, sino que cuantitativamente se ha intensificado de manera que asombra a los que tienen capacidad de asombrarse de algo que no sea truculento.

Conviene evitar el llamado triunfalismo, pero también lo que podría llamarse derrotismo del presente, que nace de una dosis de modestia -encomiable en lo personal, pero acaso errónea si se la extiende y dilata-. Es cierto que se han perdido muchas cosas, que se han destruido deliberadamente otras, que existen los interesados en convencer de que no hay nada, porque tienen muy poco que presentar; pero el hecho es que lo que significó la generación del 98 ha dado y sigue dando sus frutos, y sin ello no es explicable el medio siglo que está concluyendo.

Por fortuna, muchos de los autores que he nombrado han sido longevos. He conocido personalmente a ocho de ellos; de todos sin excepción nos hemos nutrido los que todavía estamos vivos, aunque acaso ya no por mucho tiempo. Su acción se ejerce, no sólo mediante sus obras personales, sino a través de los que han nacido y vivido después, sin interrupción. Esto último es decisivo; se ha procurado y se sigue intentando que la haya, pero no es verdad. Hay una voluntaria retracción de los que quieren apartarse de lo que es el torso creador de la cultura española en este siglo.

Esa fecundidad de los autores del 98 hizo que se «incorporasen» a ellos los que en rigor se habían formado antes o fuera. He nombrado a Rubén Darío, que llegó a ser uno de ellos. El gran Maragall, de la generación anterior, gravitó hacia aquellos hombres que, llegados de toda España, vivían y escribían en Madrid -o en Salamanca, como su dilecto Unamuno-. Sintió curiosidad, admiración, amistad por ellos; sabía que estaban en la misma empresa, movidos por una vocación comparable, que los unía en su diversidad.

Lo más valioso de esa herencia es que contenía un elemento decisivo de libertad. No era posible caer en ninguna «beatería» respecto de aquellos admirables escritores, No era posible, ni debido, estar de acuerdo con todos, ni con todo lo que escribieron; era simplemente irrenunciable, porque era «nuestro», y así teníamos que verlo hasta para corregirlo o rechazarlo. Aceptar a ciegas y automáticamente lo que alguien ha hecho es, en el fondo, una deslealtad. El hijo es inexplicable sin el padre, pero irreductible a él: viene del padre y va hacia sí mismo.

El sistema de filiación de la cultura española del siglo que está terminando es algo precioso, que importa mantener con fidelidad creadora, es decir, conservando esos rasgos en que consistió la genialidad de aquella generación y que hay que ir transformando innovadoramente y sin preocuparse mucho de valoraciones y escalafones. «Harto hará cada nacido / con responder de lo suyo», decía un poeta del siglo pasado. Cada uno ha de hacer lo que está en su mano y su vocación le exige, sin curarse de más. Dios dirá, cuando se haga ese balance final que el «Dies irae» nos recuerda estremecedoramente; sobre todo, ese verso, que también es consolador: «quidquid latet apparebit»: todo lo que está oculto aparecerá.

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