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La pérdida del tiempo

Es evidente el descenso universal -acentuado en algunos países sobre todo en algunas porciones del nuestro- del conocimiento de la Historia. Hace setenta años se había descubierto la rigurosa vinculación a ella de la condición humana, la plena historicidad de ésta; a la vez, se habían dado pasos decisivos en los métodos de su comprensión e interpretación, el mayor de los cuales, la razón histórica, era de origen español.

Esto hacía que el pasado apareciera como algo particularmente importante y relevante, y eso llevó, en aparente paradoja, a una actitud de orientación hacia el futuro, hacia la innovación en que consiste intrínsecamente la vida humana. El relieve que en aquellos años alcanzó la noción de proyecto es algo que caracterizó a aquella época, y que fue después sustituido por la idea de plan, que es algo bien distinto y más bien estático.

Lo curioso es que el ver la realidad desde el pasado y el futuro enturbió algo la visión del presente; quiero decir de la duración y pervivencia de cada presente. La vida humana individual y colectiva cambia sin cesar, pero no enteramente. Algunas cosas desaparecen y son sustituidas por otras, pero no todas, y son muchas las que «vuelven», porque su desvanecimiento fue superficial y acaso aparente.

Esto resulta más visible cuando se tiene una visión «datada» de países que no son los nuestros, a los que se vuelve, tal vez muchas veces, en discontinuidad; se cae en la cuenta de que, a pesar de las innumerables variaciones, son muchos los elementos que permanecen, que siguen siendo verdad a lo largo de muchos decenios. Mi primer libro sobre los Estados Unidos, «Los Estados Unidos en escorzo», se publicó en 1956, con visiones que databan de 1951; el segundo, «Análisis de los Estados Unidos», es de 1968; se publicaron juntos en inglés con el título «Los Estados Unidos en los cincuenta y los sesenta»; el efecto era bastante dramático: los cambios eran muchos, pero casi todo lo del primero seguía siendo real. Ahora, en 1998, la mayor parte de los dos tiene actualidad, a pesar de tantas novedades. Lo mismo podría decir de mi vieja «Imagen de la India», que ahora aparece en hindi y podrá ser leída en la principal lengua del inmenso país.

En España, de tan movida historia en los últimos tres cuartos de siglo, se podría decir, con el verso de Pedro Salinas: «¡Ay, cuántas cosas perdidas / que no se perdieron nunca».La consecuencia inesperada de la pérdida de la consistencia de la temporalidad es que se cae en un extraño olvido de la innovación activa que es inseparable de nuestra condición. En 1956 expresé mi preocupación por el hecho de que innumerables españoles se preguntaran ¿Qué va a pasar?, y no, como me parecía necesario, ¿Qué vamos a hacer?

¿Y ahora? Es claro que existe libertad plena de proyectar, decidir, opinar, hablar. Hay que preguntarse en qué medida se usa. Mi impresión es que en dosis muy limitada. La presión de lo que «se dice», sobre todo públicamente, en los medios de comunicación, es tal, que se desliza en muchas mentes una actitud pasiva, que confunda la realidad con lo que se dice de ella. Pero lo decisivo es que, aunque eso que se dice fuera justo, no bastaría, porque la realidad no está «dada», sino que es emergente; creadora, ni siquiera basta con conceptos como desarrollo o despliegue, porque consiste en efectiva y constante innovación, en alumbramiento.

Esto se ha oscurecido a causa del pertinaz «cosismo» que ha acosado a la mente europea y por tanto occidental desde hace más de dos siglos, al olvido de la condición personal, al desconocimiento de esa forma única de realidad que llamamos «persona» y que da la casualidad de que es la nuestra.

El hombre actual debería preguntarse: ¿Qué puedo hacer? El resultado sería un repertorio de posibilidades que constituye su verdadera riqueza ignorada. El hombre es, primariamente, lo que puede hacer. En esos consisten las mayores diferencias entre los individuos y los pueblos.

Se piensa en sus riquezas económicas, en sus recursos, a lo sumo en sus técnicas disponibles y el grado de su difusión. Todo eso es cierto, y muy importante. Pero, comparado, el conjunto de las posibilidades vitales -históricas en la vida colectiva- es secundario.

Recórrase el mapa del mundo actual. No puedo menos de pensar con angustia en África; con muy pocas excepciones -y no demasiado holgadas-, ¿qué puede hacer un hombre africano, no digamos una mujer africana? El repertorio de sus posibilidades se ha reducido asombrosamente desde que las no muy brillantes de hace cuarenta años han sido sustituidas por las más falsas promesas de la historia. En muchos lugares, las posibilidades parecen reducirse a matar o ser asesinado. Y esto plantea al resto del mundo la cuestión de qué se puede hacer, que nadie parece dispuesto a formular.

En grados menores, en una escala bastante aterradora, preguntas análogas habrían de hacerse en buena parte del mundo, sin excluir porciones significativas de países «afortunados» en que las posibilidades son inmensas, inconcebibles en cualquier otra época. Una de las tácticas es concentrar la atención en algunas fracciones que no las poseen, por causas que se podrían precisar, y proyectar el resultado sobre el conjunto. El concepto de «marginados» es muy útil, la trampa es no preguntarse si alguien es marginado o se margina. Por otra parte, después de la falacia de que los españoles exterminaron en América a las poblaciones aborígenes -desmentida por la existencia de millones y millones de indios y sobre todo mestizos-, los «indigenistas» ven ahora el continente como si consistiera en algunos grupos ajenos al conjunto de sus países, tan próximos a los rasgos y el nivel europeo, concretamente hispánico, y eso al cabo de casi dos siglos en que cesó todo dominio español.

¿Cuántos, en Europa y América, en que las posibilidades son inmensamente superiores a las que han existido nunca, se preguntan: ¿Qué puedo hacer? Hay una alarmante escasez de proyectos, que descubre una angustiosa pobreza de imaginación. Léanse las novelas del siglo XIX, francesas, inglesas, alemanas, italianas, rusas, y también españolas, y se verá cómo las vidas reflejadas en ellas muestran diversos grados y contenidos de proyectos humanos, personales o nacionales. Hágase la misma operación con la inmensa mayoría de lo que se escribe hoy.

Lo más inquietante es la existencia de grupos humanos, mayores o menores, cuya empresa es enquistarse en su peculiaridad, en lo distintivo -casi siempre inventado- unido a un desconocimiento deliberado de su realidad efectiva, por la sencillas razón de que ésta no es aislada sino trabada con otras, participante de rasgos y posibilidades que se entienden a una nación entera, a Europa, a Occidente, a la misma condición humana. Son formas de suicidio histórico, que suele llamarse nacionalismo, y que consiste en una especie de genocidio interno.

Si se desconocen las dimensiones del tiempo, éste se desvanece y escapa a nuestro alcance, empobreciendo nuestras más radicales posibilidades.

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