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El argumento de la obra

Durante varios decenios, dominaba en los libros de historia la tendencia a eliminar los nombres propios, por supuesto el carácter narrativo, y reducirse a datos, de preferencia económicos o demográficos. Siempre pensé que eso no era historia, sino solamente materiales para hacerla, y que la empresa seguía en pie, en demanda de realización. Últimamente se ha producido un cambio significativo, pero no estoy seguro de que el acierto sea suficiente.

He leído tres libros de historia muy recientes, valiosos y estimables, con un rasgo común: el elevadísimo número de nombres propios, varios centenares en cada uno. Me pregunto si esto es posible, si permite la comprensión de la historia en el periodo de que en cada caso se trata. Por lo pronto, es imposible retener tal número de nombres personales. Es cierto que han tenido alguna realidad en el periodo histórico estudiado, pero es dudoso que hayan «pasado a la historia», como suele decirse. Su paso a los libros de historia puede interponerse en la intelección de ella misma.

La razón de esa extraordinaria abundancia es la minuciosidad del tratamiento de los acontecimientos. Se sigue paso a paso la sucesión de ellos, las vicisitudes políticas, por ejemplo los cambios de gobierno, o las andanzas particulares de los personajes principales. Ese detalle minucioso resulta contundente; los cambios mínimos, con frecuencia incoherentes, se acumulan y dificultan la intelección de su sentido. Se echa de menos cierto «distanciamiento» que abarque, fuera del último detalle, una fase de la historia de un país, o de una vida individual, y descubre su significación.

La novela es un buen modelo para la historia, a pesar de su posible falta de precisión y veracidad. A lo largo de casi toda mi vida he reclamado para la filosofía el incluir en sí misma lo que tiene la novela -un viejo ensayo mío se titula «La filosofía como teoría dramática»-, y por eso creo que un libro filosófico debe ser leído en su integridad, como una novela -y por eso es aconsejable que sea breve-. Las novelas de Dumas o Galdós son un modelo permanente para el historiador, y es admirable la comprensión que logran de las etapas narradas por ellos.

¿Por qué? La novela exige el «argumento», que es lo propio de la vida humana. También de la vida colectiva, de la de los pueblos, países, naciones. Sin ese argumento no se la entiende, se queda uno perdido en la multitud de datos y hechos que no son «significativos», que no descubren la verdadera estructura del acontecer histórico. Cierta pobreza de información, la omisión de datos que el historiador puede y debe conocer, pero que estorban a la comprensión del lector, es esencial. El autor puede encontrar penosa la renuncia a lo que «sabe», acaso tras un penoso esfuerzo de indagación, pero ese sacrificio es indispensable.

Responde a una exigencia de orden superior: el establecimiento de una jerarquía de «importancia», categoría que no puede olvidarse cuando se trata de la vida humana. Se trata de entender el «sentido» de eso que se estudia, y ello exige el descubrimiento de la «estructura» de la realidad investigada, sea individual o colectiva. Temo que esto se escapa a la manera dominante de hacer historia, mediante una inversión de la tendencia anterior, evidentemente inaceptable.

Las dos tendencias, aparentemente contrapuestas, tienen una raíz común; el olvido de la condición «personal» de lo humano. Ésta no se reduce a los datos referentes a los recursos con que se hace la vida, ni a la acumulación de los actos realizados. La vida humana tiene proyecto, es anticipación de sí misma, tiene «argumento». Hace muchos años, a la puerta de los teatros, no digamos si se trataba de ópera, se anunciaban folletos «con el argumento de la obra». Toda obra humana necesita tenerlo, y sin él no se entiende.

Esto es lo más grave, la última causa de lo que echo de menos en algunos libros de historia; si no fuera más que en ellos, no sería tan inquietante. Lo que debe alarmarnos es la desaparición del argumento en la vida real de gran número de nuestros contemporáneos.

Varios factores contribuyen a ello. El primero, el afán de seguridad que es el rasgo capital de nuestra época, el máximo error, porque la vida es inseguridad, y no tolera más que un mínimo de seguridad para poder proyectarse; podríamos hablar de una seguridad insegura. Si la vida se asienta en la pretensión de seguridad, pierde su carácter argumental, dramático, y con él su condición personal.

Esto viene reforzado por el bombardeo constante de informaciones que nuestros contemporáneos reciben día tras día, imposibles de asimilar y reducir a figura. Casi siempre, con relieve inversamente proporcional a su importancia, lo que induce a una dispersión en las mentes, de alcance inmenso y que rara vez se tiene en cuenta. La televisión, por ejemplo, limita a tres o cuatro minutos el tiempo dedicado a cuestiones complejas -por ejemplo, el pensamiento del 98 y su influjo actual- mientras concede horas a un partido de fútbol o a una tertulia de personas escasamente ejemplares y que debaten interminablemente cuestiones deleznables y que a nadie importan; o «desahogos particulares» que en cualquier otra época se hubieran creído indignos de comunicación pública.

Esto provoca una visión atomizada de la propia vida, sin horizonte, sin configuración, y ello se proyecta sobre la convivencia, con pérdida del sentido de la comunidad humana a la que se pertenece. Es angustiosa la falta de argumento de muchas Comunidades Autónomas en España, por la sencilla razón de que no tienen ni pueden tener, argumento aislado, sino dentro del conjunto nacional a que pertenecen. Y esto termina por alcanzar al país entero, que sufre la presión de todos esos angostamientos que acabo de mencionar, y que responde a lo decisivo, la despersonalización a que está sometida gran parte del mundo actual.

He empleado la palabra decisiva: sometimiento. Se trata de una maniobra que lleva largo tiempo en curso, el oscurecimiento de la condición personal del hombre, su carácter proyectivo, inseguro, dramático, en suma, argumental, que es lo único que permite su inteligibilidad. Sin ello, no se comprende nada humano. Lo aterrador es que gran número de los vivientes no pueden entenderse a sí mismos, ni comprender de dónde vienen, ni dónde están; y, por supuesto, no pueden elegir libremente adónde quieren ir.

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