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Lo cortés y lo valiente

LOS refranes y dichos populares no son siempre de fiar, y los hay que envuelven una visión torva y negativa de la condición humana, pero a veces aciertan y dan en el clavo. Ha sido antigua entre españoles la asociación entre cortesía y valentía. «Lo cortés no quita lo valiente», se ha repetido durante siglos. Góngora escribe: «Valiente eres, capitán, y cortés como valiente».

Es frecuente ver que la cortesía, la serenidad, las buenas maneras, la aversión al destemple, la truculencia y la chabacanería, se unen a la entereza, la firmeza, acaso la impavidez, sobre todo esa variedad superior que no se confunde con la agresividad. Si se quiere un ejemplo bien reciente, piénsese en la figura de Juan Pablo II en Cuba.

Creo que éste es uno de los rasgos que han caracterizado lo que puede llamarse el estilo español, esa variedad de lo europeo -con mayor generalidad, de lo humano-, que se ha solido estimar, cultivar, echar de menos cuando ha faltado. Un símbolo de ello podría ser el gesto de Ambrosio de Spínola en el famoso cuadro de Velázquez.

Ese gesto, y lo que significa, han decaído muchas veces, y hay que dolerse de ello. Lo más grave es que descienda su estimación, su aprecio; esto puede llegar al extremo de que algunos no se atrevan a mostrarlo, por temor a no estar de moda, o a que se busque la popularidad y el aplauso de los que son incapaces, a la vez, de cortesía y de valentía. Ésta consiste, muy principalmente, en la decisión de «no pasar por todo», de darlo todo por bueno o no enterarse, de callar cuando no es decente el mutismo.

Nada me preocupa tanto como los síntomas de descenso de la calidad humana, porque si se produce se pierden los recursos necesarios para superar una situación indeseable. No se puede dar por supuesto que un pueblo posea ciertos rasgos admirables; por ejemplo, el español; pero como el hombre se define, más que por lo que tiene, por lo que necesita, por lo que debe tener -y es uno de los ejemplos en que mejor se manifiesta la profunda y admirable diferencia entre el varón y la mujer, cuyos «requisitos» son distintos-, si algo de eso se pierde, no se trata de una mera carencia, sino de una «privación», acaso de una decadencia.

Es demasiado frecuente ahora la falta de cortesía, de mesura -otra buena palabra-, de elegancia en la palabra y el gesto. «Será primero el circunloquio/ y las razones mesuradas./ ¿Y después?, el coloquio/ terrible de las espadas», escribe Valle-Inclán.

Hay tantos políticos, escritores, empresarios, sindicalistas, hasta artistas, que parecen siempre enfadados, agrios, ceñudos, incapaces de sonreír. Dan la impresión de que les deben y no les pagan, cuando a veces es más cierto que les pagan lo que no se les debe. El uso constante de la palabra «exigir», de «protestar» -por supuesto, de manera «contundente»-, de «hacer presión», es decir, cometer desmanes mientras se están haciendo negociaciones, antes de que se rompan y aunque no se vayan a romper; el asociarse un partido con otro con mala cara, haciendo constar su antipatía y el deseo de romper esa misma asociación, la amenaza velada o no tanto, el aire de superioridad y desdén hacia los demás, no respaldado por una obra valiosa, con la pretensión de «vivir de las rentas» durante medio siglo; todo eso son malas maneras que no revelan fortaleza ni valor, sino más bien lo contrario.

«Dime de qué presumes y te diré lo que te falta», dice otro viejo refrán cargado de experiencia. Si se repasan las trayectorias de los agrios, malhumorados y descorteses, es muy probable que se descubran flaquezas, claudicaciones, encogimientos, cambios oportunos; en suma, debilidad.

Uno de los hombres más corteses y mesurados que he conocido, exquisito de gesto y lenguaje aun en las circunstancias más difíciles, y a la vez de los más valientes, con valentía civil y no agresiva, fue Julián Besteiro, a quien tan pocos parecen admirar, ni siquiera recordar. Uno de mis libros de la serie «La España real» llevaba esta dedicatoria: «A la memoria viva de José Ortega y Gasset y Julián Besteiro». Me sorprendió que nadie, en ningún comentario, recogiese esa cita, ni siquiera se sorprendiera de que en ella se unieran esos dos nombres.

¿Se perderá esa porción del estilo español con el que se hizo casi todo lo valioso de nuestra historia? Me sorprende que entre las innumerables figuras asombrosas que de España fueron a América, las que parecen haber atraído más han sido Las Casas y Lope de Aguirre, desmesurados, irresponsables, expuestos a la demencia.

No siempre coinciden cortesía y valentía; a veces una de ellas va solitaria, reñida con la otra; pero eso no las aumenta, sino que las disminuye y las hace desmerecer. Conviene procurar que vayan juntas y mutuamente se potencien.

Lo importante es no dejarse engañar, no confundir las cosas, no aceptar la cobardía agresiva y malhumorada, tan frecuente. Por ahí andan, mostradas por la televisión, sin duda conservadas, imágenes de furia, agresión, desprecio, que descubre debilidad o impotencia. A veces se «ve» el rencor, la hostilidad, la incapacidad de aceptar una derrota que puede ser transitoria, pero que no debería serlo si es verdad el fondo que se percibe.

En el gremio intelectual o artístico es más frecuente la vanidad agresiva, que necesita nutrirse de desdén de los demás, incluso, y muy principalmente, de los que son superiores. La incapacidad de admiración es un indicio infalible de inferioridad y desconfianza.

Más allá de la rivalidad, que es «humana» -en el mal sentido de la palabra, aquél que tiende a disculpar nuestras superables flaquezas-, esa hostilidad, ese rencor, se extiende muchas veces aguas arriba, hasta a los muertos, incluso los remotos. Hay gentes a quienes les duele el talento de Cervantes, Lope de Vega, Velázquez o Goya.

Creo que ahí está la raíz de la «leyenda negra»; no de su origen, ciertamente exterior, sino de la gozosa aceptación por parte de muchos españoles, pretéritos y actuales, para quienes ha sido o es un día de fiesta. ¡Qué maravilla, encontrar formulado, expresado en varias lenguas el descontento que atormenta, la falta de talento o ánimo que permitiría estar razonablemente en paz con uno mismo! Porque a esto, que está al alcance de cualquiera, sí es lícito aspirar.

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