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A medio siglo de distancia

Hace algo más de veinte años publiqué un artículo, «La vegetación del páramo» (reimpreso recientemente en el número 101 de la revista «Cuenta y Razón»), en que recordaba, con abrumadora revisión de autores y títulos, lo publicado en España entre 1941 y 1955, de «libros libres», escritos y aparecidos y leídos a pesar de todas las dificultades y obstáculos, testimonio de libertad, independencia y talento de muchos autores españoles.

Acabo de recordar lo que significó en 1948 el Instituto de Humanidades, organizado por Ortega y yo mismo, la empresa ilusionada que agitó a España, aunque se movilizaron contra ella diversas fuerzas destructoras, con instrumentos poderosos: la censura y la difamación. Pero en el fondo esto no era lo más importante, sino lo que el Instituto significó como creación intelectual, el balance duradero de lo que añadió a la cultura española.

«Humanidades», según el folleto de presentación del Instituto, designaba «el conjunto de los hechos propiamente humanos». «Humanidades va a significar para nosotros a un tiempo los fenómenos que se investigan y estas mismas investigaciones.» «Quisiéramos emprender una serie de estudios sobre las más diversas dimensiones en que se desparrama el enorme asunto "vida humana".»

Esto es lo que se hizo entre 1948 y 1950, lo que se realizó porque era «posible»: esto es lo más interesante, lo que es menester recordar y poner de manifiesto. Tres tipos de actividad intelectual tuvo el Instituto: «cursos», «seminarios» y «coloquios-discusiones» en que participaban diversas personas, a veces divergentes. Los cursos fueron, ante todo, lo dos de Ortega, que se convirtieron en dos de sus principales libros: «Sobre una nueva interpretación de la historia universal» (Exposición y examen de la obra de A. Toynbee «A Study of History») y «El Hombre y la Gente». El mío, publicado ya como libro en 1949, «El método histórico de las generaciones» (seguido de otro curso de investigación sobre aspectos concretos de la cuestión). Otro curso capital, igualmente convertido en libro, fue el de Dámaso Alonso, «Poesía española (Ensayo de métodos estilísticos)». Cuatro libros, gestados en dos años, que han quedado ahí, reeditados en múltiples ediciones.

Otros cursos fueron el de Emilio García Gómez, «La situación de arabismo en comparación con la de la filología clásica»; el de Enrique Lafuente Ferrari, «Características del arte de Goya»; el de Julio Caro Baroja, «Geografía social de España»; el de Luis Díez del Corral, «El régimen mixto como idea y como forma política»; el de Alfonso García Valdecasas, «La guerra»; el de Benito Gaya, «La cultura de Mohenjo Daro».

Participaron en los seminarios y los «coloquios-discusiones», aparte de los fundadores del Instituto, el propio Lafuente, Julio Casares, Salvador Fernández Ramírez, Manuel de Terán, José Camón Aznar, Valentín de Sambricio, Antonio Tovar y otros más.

¿De qué cuestiones se trató? Recuerdo unas cuantas, cuyo interés sigue vivo, que reclamarían una continuidad de investigación. Por ejemplo, «Ensayo sobre los modismos», apasionante problema, pendiente de indagaciones concretas;«Los orígenes de la leyenda de Goya»;«Las Nubes de Aristófanes y Sócrates», perspectiva nueva sobre una fase decisiva de la historia de Grecia; «Estructura social del precio», asunto sobre el cual escribí luego un ensayo sociológico.

El primer curso de Ortega me produjo cierta inquietud, que no dejé de expresarle. La referencia capital a Toynbee me pareció poco acertada; es cierto que su obra parecía entonces la última palabra y parecía convertirse en la pauta general de interpretación de la historia; pero yo creía que su importancia, como tantas veces era inferior a su nombradía y difusión, que no iba a perdurar. Habría preferido que Ortega presentara su propia interpretación independientemente, sin más que ocasionales referencias a Toynbee. Lo verdaderamente valioso del libro es precisamente la visión original de Ortega, mucho más que la discusión con Toynbee, que resulta ahora algo pasado y de no gran alcance.

Es impresionante la «cosecha» de dos años de actividad de un grupo de personas dispuestas a trabajar, a usar de toda la libertad disponible, a afrontar los riesgos de la censura, la calumnia, la tergiversación, acaso el ostracismo en que estábamos ya los fundadores del Instituto y algunos de nuestros colaboradores.

Lo más interesante es que el Instituto de Humanidades no fue «político» ni polémico. Consistió, por el contrario, en apartarse de la política, de la intriga, de la maledicencia, volverse de espaldas a todo eso y ponerse a pensar, a investigar, a exponer, a discutir civilizadamente. Fue un admirable ejercicio de lo que llamo «el arte de no hacer caso». La única manera conocida de restablecer la libertad es usarla, ejercerla, crear un espacio realmente libre, instalarse en él, pase lo que pase, y seguir adelante. Es lo que se hizo en España desde 1941, cuando se lograron las condiciones mínimas para ello, y se prosiguió tenazmente, con resultados, si se mira bien, asombrosos. Gracias a ello España permaneció viva, abierta, capaz de recobrar el pleno funcionamiento de sus miembros, sin parálisis ni envilecimiento profundo, aunque no faltaron las tentaciones, a veces triunfantes y siempre dispuestas a reverdecer.

Lo más importante, lo que merece recordarse, es que el Instituto de Humanidades fue «posible». Su realidad es la prueba de su posibilidad. Esto se olvida casi siempre, y es un peligroso error intelectual. Los interesados en que las cosas no sean como son recurren a todos los procedimientos, el primero de los cuales es el olvido.

Por eso es esencial la ignorancia: provocarla, mantenerla, hacer que triunfe, sobre todo entre los que no han vivido lo que se trata de manipular o destruir. La ofensiva -casi universal- contra la historia es uno de los instrumentos capitales de manipulación y dominio, de extinción de la libertad.

La historia de lo que permite saber dónde se está, quién se es, de dónde se viene y adónde se ha llegado. Es la condición indispensable para imaginar el futuro, para proyectar, saber hacia dónde se quiere ir, para elegir la propia vida o de las sociedades en que se está instalado.

La ignorancia o falsificación de la historia es el instrumento capital de esclavización, del gran liberticidio que solapadamente se está cometiendo en gran parte del mundo.

Al hilo de algunos centenarios, como el de Carlos III, el de Cánovas, el de Felipe II, el del 98, se están intentando, por lo general con acierto, parcelas de la historia española, es decir, de nuestra realidad y nuestras posibilidades.

Por oscuros intereses políticos, también por ignorancia, se malogró el quinto centenario del acontecimiento más importante de la historia de España -y del mundo-, el descubrimiento de América en 1492 y sus larguísimas y decisivas consecuencias. Algún día se podrá medir lo que se perdió, y quién lo hizo.

Pienso, por estos motivos, que no deja de valer la pena recordar lo que se pudo hacer y se hizo hace medio siglo.

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