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El curso del tiempo

El paso del tiempo, la fugacidad de la vida, es algo que se ha impuesto siempre a la consideración de los mortales. Este era el nombre que los griegos aplicaban de preferencia a los hombres, «hoi brotoí», a diferencia de los dioses inmortales. «Fugit irreparabile tempus», el tiempo pasa y huye sin remedio. Quevedo lo dijo muchas veces, acaso mejor que nadie:

¡Cómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!
¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría,
es con callado pie todo lo igualas!

Y de la vida humana, en la perspectiva temporal, dijo también magistralmente:

El tiempo, que ni vuelve ni tropieza,
en horas fugitivas la devana.

Sin duda, sin duda. Pero, ¿es eso toda la verdad? El tiempo pasa, pero la edad «se tiene», como dice perspicazmente la lengua. La fugacidad del tiempo, ¿es tanta como se dice? ¿No es más cierto que se va acumulando, depositando, constituyendo la sustancia de nuestra vida?

Si se tiende la mirada sobre el pasado, acaso ya muy largo, se encuentra, tal vez con sorpresa, que «está ahí». ¿Dónde? no se sabe bien; pero se podría responder, por lo pronto: dentro.

Recuerdos remotísimos, con los que se tropieza de repente, como cuando se abre un cajón o un baúl olvidado. Estaban allí, vivos, con un relieve que puede asombrar, quizá con una fuerza mayor que la de las impresiones acabadas de recibir. Lo que a uno le ha pasado, ciertamente ha pasado, pero quedándose, formando parte de nuestra realidad. Lo que hemos hecho, hecho está; pero si miramos bien, vemos que lo que hemos hecho es...a nosotros mismos, eso -mejor dicho, ese o esa- que somos, la persona en que consistimos.

Las palabras que usa Quevedo nos dan mucho que pensar:«Te resbalas», «te deslizas». ¿No será que el hombre, tantas veces, resbala por la vida sin detenerse, sin fijar la atención, sin poseerla? Se podría pensar que esa impresión de fugacidad y pérdida viene de la frecuencia con que no se vive de verdad y en serio.

El descubrimiento del mundo, de los demás, de uno mismo, de lo que significa vivir, desde antes de que se caiga en la cuenta y se pueda recordar un día, va quedando, nos va formando. El primer día que nos encontramos, llevamos ya viviendo un tiempo más o menos largo -en mi caso, dos años anteriores al primer recuerdo. Ese tiempo, no menos real que el posterior, no tiene sentido decir que «pasó»; se fue quedando, y al empezar a contarlo y advertirlo ya había operado su misteriosa función en nosotros. No se comienza la vida en cero, cuando parece que se empieza se está «ya» viviendo.

Nuestros deseos, nuestros proyectos, nuestras dudas, nuestros dolores, nuestros amores, todo sigue ahí, todo se muestra si sabemos mirar; sobre todo, si queremos, y probablemente aunque no queramos, en este caso a pesar nuestro.

Uno de los aspectos más relevantes es el de nuestros hijos, si los hemos tenido. Con el tiempo han ido creciendo, cambiando, desde el recién nacido hasta el hombre o la mujer que tenemos delante, probablemente con sus propios hijos. Pero ¿es eso lo único que percibimos? Cada uno de ellos lleva, como el cometa la cola, su propio pasado, al que hemos asistido, que ha sido y sigue siendo nuestro.

Se olvida, como casi siempre, el «espesor» de la realidad, por una suicida tendencia a reducirla a un plano, a algo espectral y por eso evanescente. Hay una actitud, que tantas cosas favorecen, y especialmente en nuestra época, que lleva a un «actualismo» injustificado, que ejerce violencia sobre lo real, lo mutila.

Y cuando la vida ha ido dejando huellas, se ha realizado en actos que de alguna manera perdura -ya he hablado de los hijos, ejemplo máximo porque se trata de personas, cada una con su tiempo fugitivo y su edad acumulada-, por ejemplo en una obra, se descubre que la acumulación es visible y casi tangible.

El escritor, para poner el ejemplo que me es más próximo, en la medida en que ha sido auténtico, ve que no solamente «ha dicho» lo que en otro tiempo dijo, sino que lo está diciendo, lo sigue diciendo. El último libro, recién impreso, no es más actual que el primero; se entiende, si fue verdadero, si brotó del mismo que escribe ahora. Por eso tiene que seguir siendo quien fue -no se puede «vivir de las rentas», hay que sostener la obra pretérita para que pueda seguir siendo «propia», no de un antepasado que acaso murió. Desde el presente, hay que «sostener» lo escrito hace tantos decenios, superándolo, corrigiéndolo si es necesario, completándolo desde el nivel alcanzado, que se superpone a todos los anteriores, en una continuidad temporal que puede y debe ser creadora.

Y si esta consideración se traslada de la vida individual a la colectiva, se encuentra algo análogo. La fugacidad de la vida y de la historia tiene sus límites. Siempre me ha parecido una expresión funesta aquella que se acuñó hace más de siglo y medio: «los mal llamados años». Todos los años son reales, los de nuestra vida, y no hay otros; pueden ser mejores o peores, a veces atroces, pero son nuestros -a menos que no se haya vivido o no se haya querido vivir o se avergüence uno de lo que en ellos hizo, y aun así hay una maravillosa posibilidad humana que se llama arrepentimiento, y que consiste en volver a mirar el pasado, enfrentarse con él y tomar posición.

En cada época están las demás, que le dan realidad y consistencia. Somos precisamente lo que se ha ido acumulando en nosotros -año tras año o siglo tras siglo-. Por eso los pueblos tienen muy diverso grado de realidad. En la vida personal hablo con frecuencia de «recapitulación», que es la función más propia y valiosa de la vejez, de la edad tras la cual no hay otra. En ella es posible la plena posesión de la vida entera, el remanso del curso del tiempo, el resultado final de lo que se ha ido eligiendo ser, año tras año, lo que se pretende ser para siempre.

En la vida colectiva, en los pueblos o países, el equivalente sería la memoria histórica. Pero acaso no basta, ni es más radical y profundo. Yo diría que lo necesario es la fidelidad histórica, la continuidad variable, creadora a los proyectos originarios en que esa realidad se ha ido constituyendo. Por eso el peligro mayor es la infidelidad, la falsificación de la historia. Es la forma de suicidio de una sociedad, en esa forma extraña en que se deja de ser lo que es y se sigue presente, podríamos decir de cuerpo presente. Por el contrario la grandeza de un pueblo estriba en la conservación innovadora y fiel del curso del tiempo.

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