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El espíritu que siempre niega
Es la definición que Goethe da del diablo: "Der geist, der stets verneint", el espíritu que siempre niega. Alguna vez he recordado que la palabra decisiva es "siempre", lo que descubre la monotonía del demonio. "Sí o no, como Cristo nos enseña", es un dicho popular español. Hay que decir ambas cosas, según la realidad lo requiere.
La actitud diabólica es el negativismo, la negación sistemática frente a todo, el espíritu destructor. Se ejercita muy principalmente contra lo que tiene verdadera realidad, especialmente si le pertenece la bondad. Es el reverso de la actitud amorosa ante lo real, que puede y debe ser crítica y negar lo que sea infiel a lo exigido, precisamente por adhesión a lo que algo debe ser, tiene que ser; esa negación concreta y limitada es el instrumento que busca la perfección.
Hay individuos, grupos, organizaciones, partidos, incluso en ocasiones países enteros, que, paradójicamente, "consisten" en negación. Los vemos buscar algo a que oponerse, descalificar, denigrar, difamar, destruir. Están animados por una voluntad de aniquilación, que no puede realizarse, por la limitación que los afecta.
No es probable que se trate de algo "intrínseco" e irremediable, porque la realidad humana no lo permite. En los individuos es algo patológico, una enfermedad, que no suele ser orgánica, ni siquiera psíquica, sino más grave: personal. Casi siempre nace de un profundo descontento de uno mismo, no de lo que le ha pasado sino de lo que es; a veces el afectado por esa dolencia intenta convencerse de que la causa de su negativismo es su mala suerte, las desventuras que ha padecido, las injusticias de que ha sido objeto. Esto es falso; he conocido a algunas personas cuya vida ha sido una larga serie de contratiempos, privaciones, desgracias, pretericiones, y el resultado ha sido ejemplos admirables de cordialidad, efusión, capacidad de entusiasmo, incluso ese fondo de alegría que procede de estar en paz con uno mismo.
El odio es algo misterioso y aterrador, que contradice la condición amorosa propia del hombre, una inversión de lo más hondo de lo humano. La envidia es la forma más frecuente e intensa de esa actitud; pero no se la debe confundir con la ambición; la rivalidad, la emulación, que hace mirar con malos ojos a los que "hacen sombra", tienen más éxito o simplemente son superiores. Hay formas casi normales de envidia, repugnantes pero a última hora veniales. La verdadera envidia es universal: se extiende a las actividades o condiciones más ajenas. La mueve ese extraño "rencor contra la excelencia" que es uno de los aspectos más sombríos de las tentaciones humanas.
En la vida colectiva, la negatividad adquiere formas muy diversas. Suele tener, como casi todos los fenómenos sociales, un origen individual; procede de una persona, o unas cuantas ligadas por vínculos muy estrechos, con los rasgos que acabo de mencionar, que se comunica o contagia a otros, tal vez en gran número. Acontece entonces un proceso de "socialización": principios, normas, disciplina, hasta llegar a una "vigencia" más o menos coactiva.
El punto de partida puede ser la defensa de ciertos intereses identificados con un grupo étnico, económico, ideológico, religioso. Se da por supuesto algo que "hay que aceptar" y que puede ser discutible o simplemente verosímil. Una actividad de proselitismo provoca el contagio de lo que originariamente era muy limitado. Se desarrolla una "lealtad" a aquello que normalmente no se aceptaría, pero cuyo rechazo se interpreta como "traición". Nadie se atreve a no estar en el círculo de los "elegidos".
Este es el origen de la mayoría de las sectas, que ejercen sobre sus miembros una presión esclavizadora, combinada con una exaltación que intenta compensar la efectiva servidumbre. Cuando el negativismo se apodera de un partido político, de una variedad de religión, de una ideología, el resultado es la agresividad, el exclusivismo, la hostilidad que puede llegar a extremos cuya culminación es el terrorismo.
Lo más interesante es el carácter patológico de todos estos fenómenos. Y es así porque consiste, como antes dije, en una inversión de la verdadera condición humana. Esto no parece evidente, porque se tiene de la enfermedad una concepción estrecha, la referente al organismo, la somática. A lo sumo, se tiene en cuenta lo psíquico y se admite la enfermedad de que se ocupa la psiquiatría. Casi siempre queda fuera la enfermedad "personal", la que afecta a la vida misma en lo que tiene de biográfico y humano individual o colectiva e histórica.
Colectividades humanas, a veces muy grandes e importantes, pasan por fases de visible anormalidad de enfermedad que puede ser gravísima. Estos estados suelen ser pasajeros aunque a veces de larga duración; pero, ¿no hay pueblos constitutivamente enfermos? ¿No se advierte en algunos una anomalía permanente, un estado de perpetuo descontento y desasosiego de malestar? No creo que tal estado tenga una causa genética; casi todo en el hombre es histórico; lo que puede pasar es que una dolencia cuyo origen primario es individual se generaliza, se difunde y contagia, arraiga, se convierte en una vigencia social poderosa; los individuos la encuentran al nacer, la respiran, creen que es la realidad misma, se identifican con ella como si fuese congénita y natural. Si existe o se provoca el aislamiento es casi imposible superar esa condición.
Una atenta consideración del mapa mundi, especialmente de un atlas histórico, vertería inmensa luz sobre aspectos decisivos de la humanidad. Tal vez sugeriría algunos remedios -no se me oculta que son extremadamente difíciles, en algunos casos imposibles-.
Y hay un rasgo común a todas las formas de negativismo, desde las estrictamente individuales hasta las que envuelven países enteros: la obturación del porvenir. Como la vida humana es proyectiva, consiste en anticipación, invención, innovación constante, lo que la afecta en realidad última invierte todo eso. El negativismo anula los proyectos, atrofia la imaginación, angosta el horizonte vital, anula la limitada pero posible capacidad humana de creación. De ahí la pavorosa esterilidad de todo negativismo, la inferioridad que asegura a personas, partidos, pueblos que se dejan dominar por él.
No se puede esperar nada de ellos y esto ha de entenderse literalmente. Menos peligroso es caer en lo contrario; la falta de crítica, de rechazo de lo indeseable, la benevolencia y el deseo de aceptar lo real puede ser algo peligroso; pero no produce el anquilosamiento, la paralización de las funciones vitales, es decir, biográficas. Cierta ingenuidad, una dosis de inocencia tiene riesgos evidentes pero no es la muerte, es una forma problemática de vida; y acaso, en cierta dosis, una condición de la capacidad creadora.
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