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Razones líricas

Decía Ortega que todo lo interesante que hace el hombre lo hace por «razones líricas». Siempre he estado persuadido de la profunda verdad de esta idea. Ahora me ha venido a la memoria una confirmación de ello. La revista soriana «Celtiberia» ha publicado una revisión de los Cursos de Estudios Hispánicos que dirigí en Soria entre 1972 y 1977; la ha hecho, con un entusiasmo también lírico, Emilio F. Ruiz, que entonces era sumamente joven. Ha historiado minuciosamente aquella aventura intelectual que aconteció en aquella pequeña y entrañable ciudad que ha tenido tan gran puesto en mi vida desde 1946. Lo que me parece más interesante es que aquello, con recursos mínimos, fue posible.

Todo nació de la amistad; un pequeño grupo de sorianos entusiastas, sobre todo Heliodoro Carpintero, José Antonio Pérez Rioja, Emilio Ruiz, José Tudela, pensaron aprovechar la presencia mía en los veranos y mi capacidad de persuasión para organizar unos modestos cursos que atrajeran a estudiantes españoles y extranjeros para conocer Soria y otros lugares y desde allí entender la realidad española. Contábamos con la colaboración de José Luis Serrano, profesor en la Universidad de Estocolmo, foco de atracción de escandinavos. Yo contaba con la colaboración de mi mujer, Lolita Franco, y de mi hijo Fernando.

Se consiguió un equipo de profesores que daba breves cursos de muy diversas disciplinas. Además, se daban conferencias abiertas al público soriano, celebradas en la Casa de la Cultura, regida por Pérez Rioja. Y de allí salían excursiones, a veces largas, por la provincia de Soria y otras cercanas. De todo esto hay huella en mis memorias, «Una vida presente», y allí se recuerda cómo la muerte de mi mujer me dejó incapaz de continuar, y los amigos no quisieron prolongar los cursos sin mi colaboración.

Lo más significativo es el increíble número de personas eminentes, de lo más egregio de la cultura española, que desfilaron por estos mínimos cursos sin importancia social -no digamos económica-, para dar conferencias. Quiero recordar unos cuantos nombres:

Enrique Lafuente Ferrari, Fernando Chueca, Pedro Laín Entralgo, Rafael Lapesa, José Manuel Blecua, Manuel de Terán, Luis Rosales, Francisco Ynduráin, Francisco Ayala, Miguel Delibes, Miguel Batllori, Rosa Chacel, Luis Díez del Corral, José Antonio Maravall, Joaquín Casalduero, Emilio Alarcos, Salvador Fernández Ramírez, Juan López-Morillas, Carmen Martín Gaite, David Gonzalo Maeso...

¿Es increíble? Hay que advertir que la presencia de Enrique Lafuente y Fernando Chueca fue casi constante, reiterada. Y se contaba con la colaboración asidua de Luis Horno Liria, Heliodoro Carpintero, Emilio Ruiz, Juan del Agua y algunos más.

Conviene recordar que todas estas personas existían y estaban activas hace un par de decenios. Parte de ese grupo no está ya entre nosotros, pero permanece vivo en su obra y en nuestra memoria. En aquellos cursos reinaba la más absoluta libertad. Se trataron con rigor y veracidad cuestiones apasionantes relativas a la realidad física, histórica, literaria, artística, intelectual de España. Se tuvo presente la implantación en Europa, la vinculación esencial con el mundo hispánico.

Hace pocos años, di una conferencia en la Universidad de Estocolmo. Acudieron, no solo de esta ciudad sino de toda Suecia, estudiantes que habían asistido a los cursos de Soria; me conmovió profundamente su recuerdo, su nostalgia, la emoción que sentían y expresaban.

Todo aquello fue posible por unas cuantas razones. En primer lugar, la presencia de hombres -y algunas mujeres- para quienes la vida intelectual no era un medio de vida, ni siquiera una profesión, sino su vida misma, su vocación, la carta a la que habían puesto todo.

La consecuencia de ello era el entusiasmo. Hacer lo que hacían era para ellos una necesidad íntima y un placer, una delicia. Sentían un impulso incontenible por conocer y entender España, indagar su realidad en todas las dimensiones imaginables, tomar posesión de ella y comunicarla a los demás.

La oportunidad de conocer Soria -o volver a ella- era una tentación irresistible. Para todos ellos, unos días o unas se- manas en la alta me- seta, junto al Duero, eran un premio a muchos trabajos y desvelos. No se olvide que allí encontraban la huella de Bécquer, Antonio Machado, Gerardo Diego, las interpretaciones sucesivas de aquellos lugares. Y la historia, desde Numancia hasta Calatañazor, Gormaz, Almazán, el Burgo de Osma e incontables lugares minúsculos y conmovedores.

Y no puedo olvidar la función de la amistad. Yo les proponía ir a Soria, a dar lo mejor que tenían, a cambio de nada: paisajes, piedras viejas, algunas excursiones, tertulias bajo los árboles de la Dehesa. Y, por supuesto, horas de conversación. En Soria había tiempo para lo que era difícil en Madrid. Conversación, por supuesto no solo conmigo, con mi mujer y mis hijos, sino con un espléndido grupo de sorianos que tenían, desde su rincón castellano, fidelidad a su obra, a su significación, a la España que representaban y enriquecían, que ayudaban a construir.

Aquellos cursos fueron el resultado de la convergencia de múltiples generosidades. Significaban un lujo vital: el de darse, hacer donación de lo mejor que se tiene, con la esperanza -también generosa- de recibir algo equivalente de los demás. En el fondo, una voluntad de construir, edificar, restaurar algo que a todos nos parecía precioso: la realidad de que estábamos hechos, comprometida por voluntades destructoras o por la mezquindad.

Una de mis ideas más arraigadas es que la realidad muestra la posibilidad. Lo que llega a existir descubre que era posible. He insistido largamente en que Cervantes, único, distinto de todo hombre de su tiempo, era de éste, de la segunda mitad del siglo XVI y los primeros años del XVII, y demuestra que eso que fue era «posible», contra lo que tantas veces se cree.

La existencia de esos cursos de Soria, tan poca cosa, tan sin importancia, quiere decir que eso era posible entre 1972 y 1977. Me pregunto si una posibilidad semejante se da en el presente. Confío en que así sea. Para comprobarlo habría que intentarlo. No se me oculta que en la actualidad acontecen bastantes cosas que tienen profundo parentesco con aquéllas. No «constan», no son conocidas, rara vez se ocupan de ellas los poderosos medios de comunicación.

Todavía existen bastantes personas que lo hacen todo por «razones líricas»; es decir, que no han perdido el sentido de lo que es más propio del hombre -y acaso todavía más de la mujer-.

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