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Todos se van yendo

Acabo de enterarme de la muerte de Luis Díez del Corral. La venía temiendo desde hace algún tiempo, pero no por eso resulta menos dolorosa. Éramos amigos desde nuestra temprana juventud. Nacido en 1911, era tres años mayor que yo, por supuesto de la misma generación. Nuestra amistad se intensificó en el verano de 1933, en el Crucero Universitario por el Mediterráneo que organizó y dirigió el decano de Filosofía y Letras de Madrid, don Manuel García Morente. Compartíamos el mismo camarote, con Antonio Rodríguez Huéscar y Luis Villalba, que luego fue embajador de España. Soy el último superviviente. A bordo del «Ciudad de Cádiz» navegaba con nosotros Antonio Tovar, de la misma edad que Luis, que murió hace ya algunos años.

Todos ellos, representantes de una generación que se va acercando a su desaparición; de la misma edad queda, por fortuna vivísimo, Fernando Chueca, también navegante en el mismo buque y amigo fraternal desde entonces. Nuestras diferencias eran considerables en muchos sentidos, pero nos ha unido siempre una sincera amistad y algo históricamente muy importante: un «nivel». Por debajo de las discrepancias, latía en todos nosotros un fondo de liberalismo que en unos casos se mantuvo siempre y en otros tuvo algunos eclipses pero volvía a emerger. Al mismo nivel histórico pertenecía José Antonio Maravall, vinculado igualmente a la amistad, marcado por el influjo de Ortega. Con este y con Luis Díez del Corral coincidí varias veces en París, donde ambos representaban la cultura española en la Embajada o en el Colegio de España, e hicimos juntos (con Rosario y María Teresa, sus mujeres) un memorable viaje por tierras francesas y alemanas, estas últimas llenas de ruinas y con enérgica voluntad de renacer.

Diversas vocaciones han marcado las trayectorias intelectuales de este pequeño grupo de coetáneos y amigos. Un factor común ha sido el interés por la historia: creo que nos ha acompañado la evidencia de que nada humano se entiende si no se lo aloja en ese drama con argumento que es la vida humana, individual o colectiva; ha sido el nivel en que ha tenido mayor fecundidad el gran descubrimiento orteguiano de la razón vital e histórica.

Luis Díez del Corral se orientó desde muy pronto al pensamiento político, integrado en una visión social y por tanto histórica. Su obra amplísima ha explorado muy diversos campos, con una insistencia especial en el siglo XIX y, mirando hacia atrás, en el XVII. Entre sus muchos libros, mi preferencia va a dos:«El liberalismo doctrinario» y «Velázquez, la Monarquía e Italia». Estimulado por Ortega, investigó el liberalismo doctrinario, en Francia y en España. Su autor preferido era Tocqueville, sobre quien trabajó incansablemente, a lo largo de gran parte de su vida. Yo había sido, desde otros muchos puntos de vista, lector de Royer-Collard, de Guizot, del propio Tocqueville y de Antonio Alcalá Galiano, lo que me llevó a sentir gran estimación por el reinado de Luis Felipe (1830-48), y a pensar que la libertad política tardó cuarenta y un años en establecerse en Francia desde el comienzo de la Revolución de 1789, cuando no parecía tan lejana.

Los estudios de Luis Díez del Corral sobre el siglo XVII, tan interesante, cuya revisión está siendo apasionante, fueron una espléndida contribución a la comprensión de las vicisitudes políticas en el contexto general de la historia y la cultura, y mostraron el papel decisivo, central, de una España que era la gran potencia rectora de Europa.

Dos rasgos de la obra de Díez del Corral me parecen relevantes. El primero, la veracidad, la probidad intelectual; trabajaba escrupulosamente, con fidelidad a los datos, a lo que estos descubrían de la realidad, sin violentarlos ni hacerlos servir a un propósito determinado y acaso arbitrario. El segundo, la amplitud de la visión, el tener en cuenta que aquello que investigaba no se podía entender sino dentro del marco real en que se alojaba. Por eso sus estudios del pensamiento político lo llevaban a la historia efectiva con su inmensa complejidad; a veces se olvida que las realidades complejas no se comprenden si se las simplifica y reduce a fragmentos de ellas mismas.

Esto hizo que Díez del Corral, tan preocupado por España como todos nosotros, compartiese con todos la visión europea, inseparable. Siempre vio a España allí donde está: en Europa, en la cual no podía «entrar», como ha solido decirse en estos últimos años, por la sencilla razón de que en ella ha estado desde su nacimiento y ha contribuido decisivamente a hacerla. No se puede encontrar en su obra rastro de «provincianismo», lo cual la sitúa en la tradición que se inicia con la generación del 98, ejemplificada egregiamente en Menéndez Pidal y que tiene un antecedente ilustre en Juan Valera.

Si algún día se indaga con alguna finura lo que ha sido la cultura española en este siglo, será menester precisar sus diversos niveles, los pasos de un proceso coherente, afectado por el gran trauma de la guerra civil pero no destruido ni invalidado por ella.

Las personas que he nombrado recibieron el tremendo golpe, vieron afectadas sus vidas, en plena juventud, por el atroz acontecimiento, tomaron, por azar o por decisión libre, diversas posiciones; una vez establecido el «estado de guerra», no era posible sustraerse a él. Pero si se mira bien se ve que no quedaron marcadas definitivamente por ese suceso envolvente pero exterior. Es evidente que esta generación padeció la guerra más que ninguna otra, pero no la planeó ni la dirigió ni la originó. Una porción esencial de sus vidas quedó a salvo. Esto dejó libre un margen de solidaridad. No, como en otros casos, de solidaridad «generacional», con un grupo amistoso, sino más bien de solidaridad con España y, más aún, con la realidad sin más. Esto es lo que hizo posible la continuidad de una amistad nacida en la primera juventud y prolongada en varios reencuentros después de la contienda, en una España que había que reconstruir para seguir adelante, y que era irrenunciable.

Las diferencias, las discrepancias, quedaban a salvo; pero no eran «insalvables»: por debajo de ellas quedaba el suelo en que descansaban, y que permitiría seguir esforzándose por comprender parcelas de una realidad común que importaba decisivamente y que era la nuestra.

La muerte de Luis Díez del Corral no es la primera de ese nivel, y nos hace pensar que su porvenir es limitado; pero creo que está marcado por una voluntad de no desmayar, de no renunciar, de seguir en la misma empresa mientras sea posible, hasta que acabemos de irnos del todo, sin volver la espalda a la verdad.

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