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Amistad con Leibniz
He encontrado por azar, entre viejos escritos, uno en que me ocupé de Leibniz (1646-1716) al cumplirse tres siglos de su nacimiento, es decir, hace más de medio, en 1946. Entonces traduje un breve tratado suyo, «Consideraciones sobre la doctrina de un Espíritu universal», de 1702, y le antepuse una aún más breve introducción.
Mi trato con Leibniz era ya antiguo. En 1931, cuando me inicié en la filosofía al comienzo de mis estudios universitarios, comentábamos en la cátedra de Zubiri la «Monadología». No mucho después, en plena guerra civil, empecé a traducir su «Discurso de Metafísica». Por cierto, tengo un recuerdo que muestra la estupidez de todas las censuras: le conté esa ocupación mía, en una carta, a la que años después fue mi mujer; la carta fue abierta por los censores, que tacharon cuidadosamente esa información que sin duda se les antojó la clave de un secreto militar. En 1942 se publicó esa traducción, con una larga introducción y muchas notas -para asombro mío, se ha reimpreso repetidas veces en los últimos años-.
En 1946 no existía aún el libro capital de Ortega, «La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva»; lo escribió, sin terminarlo, en 1947; me entregó su original en el verano de este año, para que lo leyera y le mandara todas mis observaciones. No se publicó hasta después de su muerte, porque no llegó a concluirlo, destino de muchos libros suyos. En una carta me escribió: «Guardé sus notas como oro en paño, y ahora no encuentro el paño en que estaba el oro». Con el tiempo aparecieron.
Lo que me interesa recordar es que en aquellas páginas de 1946 señalaba yo que no había un libro satisfactorio sobre Leibniz, ni lo había habido nunca. «Las razones históricas de ello -decía- son bastante claras. Leibniz concluye un período tras el cual el filosofar experimenta un descenso y pierde calidades; cuando, con el kantismo, vuelve a hacerse en Europa una filosofía de alto bordo, el hecho de que ésta se sitúe, al menos hasta cierto punto, polémicamente frente al racionalismo del siglo XVII, y el carácter absorbente de la especulación idealista alemana hacen que la atención dirigida a Leibniz sea secundaria; si a esto se agregan las condiciones de los escritos leibnizianos, su dispersión y multiplicidad, la ausencia en su obra de «tratados»propiamente dichos, se explica la dificultad de llegar a una interpretación suficiente y madura de su pensamiento».
Hace algún tiempo señalé que su libro capital «Nouveaux essais de philosophie», escrito hacia 1704, no se publicó hasta 1765, con consecuencias que pudieron ser muy graves, ya que en ese libro veía Leibniz la organización de una gran revolución, que estalló en 1789.
«Y cuando, posteriormente -continuaba yo-, se ha considerado a Leibniz con ojos históricos, el interés por la dimensión científica de su obra y por los aspectos más esquemáticos y formales de su filosofía ha hecho que la figura entera de Leibniz, en toda su realidad, quede en sombra, y sea hoy, con todo rigor, un problema».
«Y, sin embargo -seguía mi comentario-, pese a esa multiplicidad y dispersión aparente de la obra escrita de Leibniz, su pensamiento es de coherencia y un sistematismo tales que en cualquier breve escrito están las líneas esenciales de su metafísica. Particula in minima micat integer orbis, dijo en verso latino de humanista; y, lo mismo que en la realidad, según él la veía, bajo las especie de las mónadas, en la menor de sus páginas resplandece la integridad del orbis intellectualis leibniziano. Pero esto ha sido, precisamente, una de las razones profundas de la deficiente comprensión de Leibniz: con él se pierde la exigencia de concisión y densidad que caracterizó la filosofía del siglo XVII; tras él se inicia, aunque en forma distinta y no tan desmesurada, la macrología que había dominado el pensamiento anterior... La implicitud es la forma misma de la expresión leibniziana; cada frase suya está cargada de supuestos y alusiones; su diamantina, tersa transparencia parece como que se estremece y empaña con el calor de esa tradición humana que la sostiene y sin la cual se desvanece la plenitud de su sentido. Sólo un modo de leer que consista en tomar últimamente en serio lo dicho y re- construir la situación que va implicada en ella y lo integra, podrá comprender adecuadamente a Leibniz».
Todavía añadía yo algo imprescindible: «Pero no bastaría con esa lectura de un solo escrito leibniziano; porque si es cierto que cada mónada refleja el universo entero, que en ella brilla y resplandece, Leibniz añadiría que cada una la refleja desde su punto de vista, y su visión sólo se agota en la totalidad de las perspectivas. Cuando Leibniz se pone a escribir, la conexión sistemática de la realidad lo fuerza a trazar las líneas esquemáticas del universo y condensar, una vez y otra, toda su metafísica; pero el mundo y ella misma quedan dibujados en cada caso en un escorzo concreto, aquel que corresponde a la perspectiva en que se había situado, y sería menester tener presentes a la vez todos esos escorzos para lograr una idea cabal de lo que vio la mente perspicaz de Leibniz».
Es bastante sorprendente que estas ideas fuesen pensadas, escritas y publicadas el año anterior a la composición del libro de Ortega, del cual fue, según me dijo, «su primer lector», ya que él no había leído las páginas ya escritas. Correspondía su estudio a lo que yo echaba de menos, a lo que deseaba y esperaba.
Cuando comenté, tras su publicación, el «Leibniz» orteguiano, titulé mi escrito «Ortega como razón vital». De eso se trataba: de la aplicación al pensamiento de Leibniz de ese método. En ese libro, el más estrictamente filosófico y riguroso de su autor, estaba larvada una dimensión biográfica. Al hilo de la filosofía leibniziana aparecía la historia entera de esta disciplina, desde los griegos hasta el presente; en esa revisión se ponía en juego la historia intelectual de Ortega, y por eso es un libro intrínsecamente personal.
La filosofía, cuando lo es, y no una suplantación de su realidad, es una continuidad de enfoques sobre lo que hay, movidos por las vidas de los que lo miran desde ellas mismas. Un diálogo a través de los siglos, lleno de coincidencias y discrepancias. En otras palabras, un sistema de alteridades que tienen como vínculo principal el respeto a la realidad y la necesidad perentoria de entenderla para hacer una vida que pueda ser auténtica, sostenida por el descubrimiento siempre incompleto pero insustituible de la verdad.
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