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Jerusalén
Hace unos días, en Jerusalén, en la basílica del Santo Sepulcro, experimenté una extraña emoción: allí mismo había estado hace sesenta y cinco años. Era en 1933, cuando no existía el Estado de Israel; Jerusalén estaba en el Mandato británico establecido en aquellos territorios tras la primera Guerra Mundial. Tel Aviv era poco más que una aldea, con aspecto alemán; ahora es una ciudad populosa.
Volví en 1968, al año siguiente de la guerra de los seis días, de la que quedaban huellas -carros de combate destruidos en los altos del Golán, por ejemplo-. Era la época del entusiasmo por los «kibutzim», ante los que me sentí algo escéptico, y que no han prosperado. De este viaje nació mi breve libro «Israel: una resurrección». Años después retorné a los mismos lugares, y ahora he estado en Jerusalén por cuarta vez, en condiciones siempre cambiantes, a pesar del fondo perenne y remotísimo.
La ocasión era particularmente interesante, y creo que vale la pena recordarla: una reunión intelectual, sin la menor interferencia política, organizada por la Pontificia Universidad Lateranense de Roma, de un grupo de personas -varones y mujeres-, pertenecientes a diversos países, a las tres religiones monoteístas: Judaísmo, Cristianismo, Islam, para seguir el orden cronológico de su aparición. El asunto que nos reunía:«Teísmo: historia y teorías».
Se ha hablado en muchas lenguas: italiano, inglés, francés, español, alemán, con frecuente recurso al latín y el griego, ocasionalmente el hebreo y el árabe. La mayoría de los participantes ha hablado en su lengua propia y en algunas de las ajenas. No sólo con absoluta cortesía, sino con cordialidad, en admirable convivencia. Los desacuerdos eran frecuentes, pero no estorbaban a la concordia. Era inevitable pensar que lo que acontecía en un rincón de Jerusalén podría dilatarse al país entero y -¿por qué no?- al mundo, a la diversidad de los hombres unidos por su condición humana.
Claro que hay alguna dificultad. Para los allí reunidos existía un Dios creador, Padre de los hombres, que por eso son hermanos. Sé muy bien que han combatido siempre, los de unas religiones con otras, y los que profesaban la misma entre sí. Pero sabían que eso no se debe hacer, que obraban mal, que eran infieles a su propia doctrina. Lo sorprendente es que ahora se habla incesantemente de «fraternidad» -sobre todo desde fines del siglo XVIII-, precisamente cuando se ha atenuado o desvanecido la conciencia de que los hombres tienen un Padre común y por eso son hermanos. La mera «semejanza» no es fraternidad, y lo comprobamos a cada paso.
Participaron en la reunión de que estoy hablando personas «importantes» por su relieve académico, sus publicaciones, sus amplísimos saberes. Pero lo que contaba, lo que realmente tenía importancia, era lo que decían, en sus conferencias o en las discusiones que las seguían. Se trataba de un ejercicio intelectual, algo que cada vez es menos frecuente.
Dicho con otras palabras, el propósito, lo que allí se intentaba, era «entender». Incluso se habló varias veces de la diferencia entre «explicar» (el alemán «erklären»)y «comprender» («verstehen»). Funcionaba la razón, tan abandonada en nuestro tiempo -yo le busqué una definición provisional en 1945, «aprehensión de la realidad en su conexión», y la sigo usando, porque no he encontrado todavía otra mejor-. La razón es distinta de la «inteligencia», que el hombre comparte en distintos grados con los animales, especialmente con algunos superiores; pero ellos carecen de la capacidad de esas conexiones, y no parece probable que posean sentido de la «realidad».
Ha habido un esfuerzo múltiple por entender diversas perspectivas, des- de una variedad de supuestos, por comprender cómo se puede llegar -y se ha llegado- a visiones que no se excluyen forzosamente, sino que pueden completarse. ¿No es esto lo que habría que hacer en casi todas las cuestiones que nos preocupan y atosigan? ¿No es esto lo que rarísima vez se hace? Esta consideración es la que me ha movido a dar cuenta a los lectores de este mínimo acontecimiento, sin importancia pública, pero que me parece una «muestra» de lo que podrían ser las cosas, y particularmente entre los que se llaman, tantas veces con evidente exageración, «intelectuales».
Y todavía hay que añadir una consideración más. Se ha hablado -después de pensar, claro- del teísmo, es decir, de Dios cuando se lo ve como uno, único, y de la relación del hombre con él. Un hecho que para mí es aterrador es que actualmente se piensa muy poco. Se lee, se toman notas, se hacen experimentos, sobre todo estadísticas; se usan todos los admirables y pavorosos recuerdos electrónicos, que están cambiando tantas cosas del mundo. Pero ¿cuánto se piensa? Es lo que más escasea, lo que más se ahorra y escatima.
Me atrevería a objetar a algunos compañeros de esta reunión que sabían demasiado, que habían acumulado inmensa y selecta erudición, análisis de textos y comentarios, acaso en detrimento de unas horas de mero pensamiento, de esfuerzo por ponerse delante la realidad y «ver».
Por fortuna, el asunto impedía los excesos que son constantes en casi todas las disciplinas. Dios no se presta al tratamiento que reciben casi todos los «objetos» de estudio. No hay más remedio que pensar, lo cual exige el uso de la imaginación. Me asombra lo escasamente que se ha avanzado en la comprensión de lo que es razón en los últimos tiempos. Aunque parece extraño, la contribución española ha sido relevante, acaso la capital, y está en curso de maduración y crecimiento. Esto explica gran parte de lo que constituye la vida intelectual de este final de siglo. Y también que haya disciplinas enteras que muestran una angustiosa escasez de pensamiento riguroso.
Una veintena de personas se han reunido en Jerusalén para hablar de Dios, para indagar cómo se lo puede imaginar y comprender, qué puede decir al hombre y cómo éste se puede referir a él. Se han recorrido los esfuerzos milenarios -desde los orígenes bíblicos, desde los comienzos de la filosofía griega, con sus varias convergencias históricas-. Se ha re- conocido el inmenso valor de esas aportaciones. Se ha descubierto también el peso que algunas han podido gravitar en exceso sobre la comprensión de la originalidad de las formas de religión. Se ha visto claramente que la religión lleva consigo adherencias históricas y sociales que empañan sus contenido más profundo, y que deben distinguirse de él.
Me parece admirable que unas cuantas personas se hayan entregado durante unos días a esta ocupación que para grandes mayorías no significa nada, pero que acaso condicione sus vidas.
Del director
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