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Lo que dijo Pericles

Los hombres de nuestro tiempo, y entre ellos los políticos, deberían frecuentar la lectura de los clásicos. La democracia se descubrió en Grecia, sobre todo en Atenas, y la entrada del gran número de ciudadanos que intervenían en los asuntos públicos, sobre todo después de las Guerras Médicas, dio un inesperado relieve a la retórica, al arte de decir, y decir bien; esto justificó el merecido auge de los sofistas, aunque estos pecaron gravemente al olvidar la verdad en favor de la opinión, del arte de persuadir de una cosa u otra, de algo y acaso su contrario. Conviene recordar lo que dice Tucídides, el gran historiador, en el discurso justificativo que pone en boca de Pericles: «El que sabe y no se explica claramente, es igual que si no pensara». No cabe mayor concisión ni energía: la retórica, el decir bien, es algo políticamente decisivo; su ausencia invalida el saber mismo, produce esterilidad.

Hay en el mundo fuerzas políticas cuya fuerza consiste en la habilidad de «propaganda», que es una técnica de manejar a los hombres profanándolos mediante la mentira. Las consecuencias de esto, en el siglo que va a terminar, han sido inmensas y desastrosas. Por el contrario, la retórica es el arte de mover a los hombres respetándolos, mediante la belleza de la palabra, manteniéndose escrupulosamente en la verdad. Piénsese en lo que fue la política, incluso las contiendas, en la época romántica, y compárese con lo que ha sucedido después, especialmente con el comunismo y sus derivados y el nacionalsocialismo.

Hay que tomar en serio la frase, tan breve y terminante, de Tucídides: «El que sabe»; es decir, el que conoce la verdad, el que la descubre y posee, el que pone de manifiesto la realidad, no el que la finge y suplanta. No se trata simplemente de hablar con destreza -esto es lo que dominan los sofistas-, sino de decir bien lo que es verdad, lo que se ajusta a la realidad. Queda en pie el valor de la palabra, precisa y bella, rigurosa y brillante a un tiempo, hablada o escrita. Uno de los males de nuestro tiempo es que se ha renunciado a «hablar», facultad humana por excelencia. Casi todo el mundo «lee» textos escritos, hasta los discursos políticos. El Parlamento viene de «parla»; antes no se permitía leer -solamente cifras, alguna cita excepcional-; se ha perdido la oratoria parlamentaria. La mayoría de los conferenciantes leen un texto escrito, con lo cual no solamente resultan aburridos e impersonales, sino poco inteligibles, por una razón que se olvida: la estructura de la frase escrita es apta para la lectura, no para la audición; la frase hablada se entiende por el oído -«fides ex auditu», se decía-. La insufrible manía de publicar las conferencias es funesta.

En cuanto a la política, puede ocurrir algo paradójico: que un Gobierno sea «mejor de lo que parece», con lo cual en definitiva no es tan bueno como podría ser si se expresara adecuadamente. En una democracia, la eficacia, el acierto, a última hora el poder, están condicionados por el talento de la expresión. Pero no se olvide que esta no basta. Es la recaída en la sofística, es decir, en la demagogia, que a corto plazo da buenos rendimientos, pero no a la larga, cuando se enfrenta con la verdad. La razón es que esta es «coherente», no entra en conflicto consigo misma, cada uno de sus elementos o aspectos confirma los demás. A la falsedad le sucede lo contrario, y es fácil descubrirla y mostrarla. Con ello se la pone de manifiesto, se ve su debilidad, en otros términos, se refuta a sí misma.

Dije hace mucho tiempo que los males de la libertad -que indudablemente existen- no se curan restringiéndola sino al contrario: con más libertad; es decir, que la ejerzan todos y no sólo algunos. El tremendo poder actual de los medios de comunicación, funesto cuando se pone al servicio de la mentira, se puede volver contra ella: todo está grabado y conservado en la televisión: al que ha mentido se lo puede enfrentar con su mentira y así descalificarlo, no desde el partidismo, sino desde la fuerza de la verdad; la realidad misma se encarga de esa operación salvadora.

¿En qué medida se hace esto en el mundo actual? Temo que en muy escasa dosis. ¿Existe en algún país alguien que sea el equivalente de Churchill, gran creador de expresión, desde sus frases felices hasta el simple gesto de la V? Se ha producido una devaluación de la palabra, del estilo, de la voluntad de belleza, del ingenio. Una consecuencia más del abandono de las humanidades, de las disciplinas de lo humano. Se cree que esto se puede suplir con estadísticas. Aparte de que estas suelen ser falaces, arbitrarias, imaginarias, no se las entiende casi nunca y no conmueven.

La última raíz de todo esto es la infrecuencia del verdadero pensamiento, que tiene que ser pensamiento verdadero. Hasta en las disciplinas directamente intelectuales se lo escatima, se lo sustituye por otras cosas. Y, por supuesto, se olvida que hay muy diversas formas de pensamiento: filosófico, científico, técnico, literario, mítico; y también político.

Se podría hacer una historia aleccionadora de los momentos en que ha existido esta forma de pensamiento y aquellos en que ha faltado o se ha pervertido. Alguna vez he contado cómo mi juvenil entusiasmo por la lengua alemana quedó empañado durante varios años por su profanación realizada por el hitlerismo: se dijeron en alemán tantas mentiras y vilezas, que germinó en mí una extraña aversión a la misma lengua, que no se curó hasta que releí los textos «puros» en que la había aprendido, antes de 1933.

Las lenguas regionales españolas, tan valiosas en sí mismas, tan admirables en ocasiones, deberían preocuparse por su porvenir si se las usa para expresar falsedades, para suplantar la realidad por otras cosas. Es incalculable el daño que se les puede hacer. Precisamente en su nombre, al ponerlas al servicio de intereses turbios o de la historia-ficción.

La política, algo tan necesario como noble, tiene ciertos requisitos para existir. La veracidad, la expresión adecuada de lo real - «declarar lo que es», decía Fichte-, la belleza de la palabra que puede mover y conmover, son sus exigencias. Lo decisivo es que vayan «juntas», que se cumplan todas. Los políticos, si pretenden tener legítimamente el poder, tienen que ajustarse a estas exigencias. Si no lo hacen, obtendrán el poder de manera fraudulenta, lo retendrán mediante un fraude perpetuado, introducirán una ilegitimidad social aunque la tengan jurídica. Y a la larga lo perderán con plena justicia. Cabe la otra posibilidad: el cumplimiento de las condiciones que la democracia impone, y que se podrían resumir en una sola palabra: liberalismo. Es decir, respecto a la realidad humana, a las personas como tales, a su incesante necesidad de verdad. Si se las manipula como «cosas», se puede tener un éxito momentáneo, que termina tan pronto como se recobra la condición personal, cuando se exige que sea respetada y tenida en cuenta. Y si esto se muestra con acierto, se puede eliminar del escenario público a los que violan los derechos de esa verdad.

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