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Otra vez Puerto Rico

He vuelto a sumergirme por unos días en esa delicia llamada Puerto Rico, «esa verde esquirla» que se le ha desprendido al continente americano y que conocí en 1956. Siete años después, en 1963, me atreví a esbozar un brevísimo retrato de esa isla, una miniatura, que quiero recordar: Es sólo un tiernísimo fragmento de tierra, cubierto de verdor sin falla; tiene playas hospitalarias, pobladas de palmeras, que cobijan aldeas casi africanas, como Loíza Aldea; ríos lentos que se cruzan en pontones, como el Río Grande de Loíza; bosques tropicales, diminutas Amazonias, como el Yunque, meandros donde un bote se desliza entre manglares, como en la Boca de Cangrejos; islas cercanas, que parecen remotas, como Vieques; otras que piden piratas, como la Mata de la Gata, con árboles retorcidos que parecen hacer señas y sin duda señalan tesoros ocultos; montes, innumerables montes verdes, que fingen una Asturias del trópico, con vacas rubias y secaderos de tabaco en los valles; lagos, cascadas, caminos por los que se puede viajar largo tiempo, en tan pequeño espacio -Puerto Rico es una isla pequeña por fuera y grande por dentro-: hay bahías fosforescentes, como La Parguera, y plazas casi españolas con laureles que relucen al sol, recién mojados por la lluvia, como en Humacao; se puede ver en Fajardo cómo enormes bueyes son arrojados de un barco al agua y van nadando, arrastrados, irreales, casi fantasmagóricos, hasta la costa; hay un lugar creado para las puestas de sol, que se llama Cabo Rojo; y otro donde crecen los mangos (o mangós), como Mayagüez; y el café de Yauco sucede a la caña; y Ponce es una ciudad recoleta y callada, donde se puede ver un mirífico, delicioso Parque de Bombas que parece un viejo Kursaal; y San Juan es una pequeña ciudad atlántica española, entre el Morro y San Cristóbal, con placitas y balcones y viejas iglesias y oloroso café con tiernas ensaimadas, que dicen «mallorcas», y por todas partes, conforme se va y se viene, los flamboyanes mezclan el verde y el azul del cielo con sus flores rojas, y cuando las dejan caer sobre las carreteras las convierten en alfombras interminables.

He estado en todas partes -y tiene tantas partes esta isla-; me cuesta trabajo encontrar en su mapa un punto en el que no haya estado alguna vez, en siete encuentros, en siete asedios sucesivos, a lo largo de otros tantos años. Conozco tan bien su cuerpo que pienso si no empezaré a saber algo de su alma. Puerto Rico es un país hispánico; acaso lo más español de toda la América que lo fue, la otra parte de la supernación en dos hemisferios, una provincia de la Monarquía hispánica, resultado de ese injerto español en el Nuevo Mundo. Y esto hasta hace exactamente un siglo.

Desde entonces, y durante cien años justos, Puerto Rico está asociado a los Estados Unidos. En 1966 escribí un largo ensayo: «Puerto Rico: lo que ha ganado; lo que no ha perdido». Lejos de cercanas controversias, mostraba hasta qué punto conservaba sus raíces, su condición hispánica, casi española, su fuerte personalidad irrenunciable, intacta; y por otra parte cuánto había ganado en prosperidad -incomparable con cualquiera de los pequeños países de Centroamérica y el Caribe-, en seguridad, libertad, proyección mundial. Señalaba el peso, la resonancia de Puerto Rico, casi incomprensible si se piensa en su magnitud -equivalente a la provincia de Madrid-, en el prestigio que había alcanzado la Universidad de Puerto Rico, regida por Jaime Benítez, una de las mejores de lengua española. Los puertorriqueños, ciudadanos de los Estados Unidos, hacen legalmente lo que millones de personas intentan ilegalmente: entrar en ese país; y salen, van y vienen, regresan a su isla natal, a veces para pasar el fin de semana. Desde su lengua propia, el español, conservado celosamente, con entusiasmo, son muchos los que saben inglés, la otra lengua universal de Occidente, algo a lo que aspira medio mundo.

Y son tan españoles, que propenden, como nosotros, a no tomar en serio lo propio, a desdeñarlo, porque es creación suya, como esa fórmula social y política que se llama Estado Libre Asociado. Casi lo de menos es que lo hayan forjado unos cuantos puertorriqueños de talento, que sea el instrumento de la prosperidad y la libertad de Puerto Rico. Lo decisivo es que es un concepto original, aplicable a muy diversas situaciones, que podría haber resuelto tantos problemas, evitado tantos desastres.

En el mundo existen países que son el resultado de procesos históricos muy complejos, que han formado grandes Estados en que conviven múltiples sociedades diferentes, que no han sido nunca naciones -el ejemplo eminente es el Imperio Austro-Húngaro, cuyo desmembramiento fue el gran pecado de la primera Guerra Mundial-; en otros casos se trata de países resultantes de la colonización europea en África o Asia, vivideros, capaces de funcionar en paz y sin matanzas, con organización y servicios imprescindibles, irrenunciables, pero que encerraban grandes diversidades étnicas, culturales, lingüísticas, capaces de desencadenarse en ciegas hostilidades.

Pienso que se podría haber organizado una serie de estructuras que conciliasen los conjuntos viables, absolutamente necesarios, con el respeto a la realidad interna, al desarrollo de personalidades irreductibles y que pueden ser explo- sivas. En el caso originario de Puerto Rico, se trata de la asociación, desde las raíces auténticas, desde la filiación española y la hermandad con toda Hispanoamérica, con un gran país, el más importante del mundo actual, el más creador en tantos aspectos, en sincera amistad enriquecedora.

Lo más importante es que permite un sistema de lealtades, sin incitación a faltar a ninguna. Si la realidad se fuerza en un sentido o en otro, si se acentúa un elemento o un rasgo ejerciendo violencia sobre otros, se desliza un error, se prescinde de parte de la realidad, se introduce un desequilibrio. Las sociedades humanas son complejas y hay que tener presentes sus diversas dimensiones. No hacerlo desemboca en una falsedad, significa una amputación de algo vivo. Y por eso es una incitación a la deslealtad, al malestar que provoca aceptar una condición que es verdadera como parte, como ingrediente de un conjunto creado por la historia, pero que se falsifica si se introduce el exclusivismo, si se eliminan porciones de lo que verdaderamente se es.

Dije una vez que la tentación que en ocasiones acomete a los puertorriqueños es envidiar los males de los demás. Hay que rezar siempre: «No nos dejes caer en la tentación».

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